La furia de los perdedores


RENZORenzo AbruzzeseLa estrepitosa derrota del chavismo venezolano y la insólita victoria de la democracia Argentina ha puesto en evidencia una característica que no se había registrado en los populismos latinoamericanos del siglo XX: la furia de los perdedores.Los líderes populistas del siglo pasado asumieron las derrotas como uno más de los complicados vericuetos de la azarosa historia de las sociedades latinoamericanas. Acostumbrados a experimentar los rigores de una vida política en que los enconos radicales eran cosa frecuente, desarrollaron una visión casi democrática tanto de la toma como del abandono del poder, y aunque todos prometían volver multiplicados en miles, en el fondo sabían que sólo se trataba de una remota posibilidad eventualmente feliz.Lo cierto es que una victoria o una derrota se asumían como el producto de condiciones estructurales en que se ejecutaban las luchas históricas de las clases y sectores sociales y no como la obra maestra o el error imperdonable de algún iluminado caudillo nacido de las misteriosas entrañas de la historia. Los caudillos entorno a los cuales se arremolinaba el pueblo, por poderosos que hubieran sido, no eran más que la expresión visible de un momento de la historia absolutamente perecedero.Los caudillos latinoamericanos fueron, casi sin excepción, construcciones de determinadas coyunturas a los que una inmensa parafernalia y una refinada mitología política rodeó de todo lo que carecían, lo que no eran, y, eventualmente, lo que jamás hubieran logrado ser. Ésta, que es una característica de los liderazgos caudillistas latinoamericanos, adoptó connotaciones trágicas cuando por la propia naturaleza de ese artificio político el caudillo terminó como la encarnación humana del poder totalitario.No es, sin embargo, que estos personajes no poseyeran un enorme carisma, una habilidad innata de mando y un «olfato” político que los aventajaba, sin duda eran líderes que hacían gala de estos atributos, empero, ninguno de ellos los hace por sí mismo ni grandes  y mucho menos imprescindibles. Éstas dos últimas cualidades, cuando no fueron el producto de la grandeza de sus actos, se hicieron visible con lo que podríamos llamar un buen «marketing de imagen”, una construcción ficticia potenciada por el carisma y la voluntad de poder.Recordemos a Perón, a Getulio Vargas, a  Busch o a Paz Estenssoro, cuyo paso por el poder dejó tanto fulgurantes trazos de luz  como aterradores manchones de sombra. Pero estos hombres que le dieron sentido al siglo XX, desde cuyas grandezas y miserias se construyeron nuestras actuales sociedades, si se fueron o los echaron, no estallaron en una furia incomprensible, como vemos con Cristina Fernández y el actual dictador venezolano.No lo hicieron porque, a pesar de su soberbia y sus ínfulas de mandones históricos, nunca se empoderaron lo suficiente como para pensar que su país y ellos eran la misma cosa. Nunca llegaron al punto en que negarles una oportunidad más, una prórroga ilegal, un gobierno vitalicio o algo similar fuese una afrenta personal, personalísima, un acto inaceptable, una negación de su ser.Lo que, sin duda, distingue los caudillismos populistas del siglo pasado y los actuales es esa curiosa creencia de que sin ellos se acaba el mundo y de que su ausencia equivale al fin de los fines. Esta visión apocalíptica centrada en su propio ego es el detonante de las furias que vemos en los vencidos. Visto lo que hemos visto en Argentina y Venezuela, ya podemos imaginarnos lo que pasaría en nuestro país si la oposición ganara una elección o referendo. La ira desbordaría todos los límites imaginables, porque, finalmente, es una función que se manifiesta en proporción a la soberbia, y como todos sabemos, no hubo en toda la historia de la nación un régimen más soberbio que éste.Página Siete – La Paz