Discapacidades, memorias imborrables

ERIKAErika BrockmannMaría tenía unos 15 años. Se arrastraba con agilidad por los pasillos del Centro de Terapia de Mujeres, ubicado, a finales de los años 70, en la zona de Obrajes (hoy el hogar de niños Virgen de Fátima). La motricidad de sus brazos era torpe, pero tenía la «fortuna” de poder alimentarse sin requerir asistencia. Se le diagnóstico parálisis cerebral infantil (PCI)  con «retardo en el desarrollo cognitivo” (término hoy sustituido por la gentil referencia a «capacidad diferente”).Sus facultades mentales estaban disminuidas, razón por la que no parecía estar consciente de su triste y miserable destino. Con una mirada perdida, su sonrisa permanente se acentuada cuando ocasionalmente y, sin pudor alguno, se masturbaba. Conducta más tarde explicada por el abuso sexual perpetrado por el depravado custodio de algún  centro que le diera cobijo.Abandonada, fue derivada al centro que albergaba a otras niñas y adolescentes  «problemáticas” y «desadaptadas”,  también abandonadas, cuya conducta, se suponía,  el centro y el «encierro” podían corregir.Ese pequeño bultito era un niño en estado de flacidez y letargo total. Descansaba en la espalda de su exhausto y angustiado padre, recién llegado de Cobija. La madre había fallecido al dar a luz al pequeño, dejando a sus dos hermanitos en la orfandad. El padre imploraba que el equipo de diagnóstico del entonces Instituto Nacional de Adaptación Infantil (hoy IDAI, ubicado en Obrajes) diera luz verde a su internación como paciente permanente, para así trabajar y poder asistir a los hijos, claramente desnutridos, que lo acompañaron en su travesía.Estalló en llanto y desesperación cuando se le informó que la política de internación sólo aplicaba en caso de abandono oficialmente declarado. Su viaje fue en vano. A los dos días, temprano en la mañana, la regente  encontró ese bultito humano arropado en la puerta del instituto. Alguna alma piadosa susurró al oído del desesperado padre que la «solución” era el abandono. Era tan profunda la lesión cerebral de ese indefenso niño, que no calificaba para su recuperación en el instituto.  Con el tiempo, esos casos se derivaban a algún centro perdido en los Yungas paceños, se los conocía como los muy graves y «estables”.Esas escenas y otras similares dejaron una huella imborrable en mi memoria cuando, como estudiante de psicología, formé parte de los equipos técnicos de los centros aludidos, a finales de los años 70.Recuerdo la impotencia e indignación al evidenciar que alrededor del 80% de las historias clínicas que atendíamos tenían su causa en situaciones que pudieron evitarse. Traumatismo cerebral posthipoxia de parto, PCI, sufrimiento fetal, partos domiciliarios mal atendidos o  un intento fallido de aborto, etcétera. Esos diagnósticos que aún resuenan en mi mente. Entonces, como hoy, admiro la dedicación de profesionales,  maestras especiales y voluntarios, cuyo oficio demanda paciencia y mucho amor. Fue en esas circunstancias que reafirmé la decisión de optar por la actividad política, oficio privilegiado -hoy vilipendiado- para proyectar políticas públicas, para encarar estructuralmente estos y otros problemas derivados de la pobreza que nos conmovía e interpelaba.Esta evocación es pertinente en el contexto de indolencia e «incapacidad” gubernamental  frente a  la demanda liderada por las personas con discapacidad que a estas alturas no tienen nada que perder.  Cuesta entender el silencio oficial al pedido de ablandar el corazón y  ante  voces calificadas que  proponen variopintas alternativas de solución. La oferta de trabajo  no resuelve problemas como el de María, tampoco la hiperinflación de leyes en medio de tanta ineficiencia, despilfarro e improvisación.Cualquiera sea el desenlace de este dilatado conflicto, al igual que los recuerdos lacerantes que revivo, las sillas de ruedas colgantes, la imagen de una plaza Murillo sitiada y los muros visibles e invisibles que levantan los poderosos, nos dejan una huella profunda, esa a plasmarse en el registro imborrable de nuestra historia.Página Siete – La Paz