«Nadie se ha metido más drogas que Hitler»

Hablamos con Norman Ohler, el autor de ‘El gran delirio: Hitler, drogas y el III Reich’, el libro que relata la importancia que tuvieron los estupefacientes en la Alemania nazi.

Un nuevo libro, El gran delirio: Hitler, drogas y el III Reich, revela que las sustancias excitantes que tomaba Hitler iban mucho más allá del café.

«Dudo mucho que alguien se haya podido meter más drogas en el cuerpo que Adolf Hitler. Quizá John Fitzgerald Kennedy, que también tenía un médico personal al que apodaba ‘Dr. Feelgood’ [Doctor Sentirse bien] y que se enganchó a las inyecciones de metanfetamina para paliar sus dolores de espalda», cuenta Norman Ohler (Zweibrücken, 1970) en un apartado del Hotel de las Letras de Madrid que parece un búnker prusiano. Ohler es un tipo muy alemán. Traje y camisa ocres, zapatos de diseño muy poco italiano, pelo y ojos claros, mirada inteligente sin parpadeos. «Pero el Führer también fue el Führer en consumo de drogas. El líder».Resulta asombroso que nadie haya escrito este libro hasta ahora. El relato no contado de un Adolf Hitler politoxicómano con las venas devastadas, de una ciudadanía que consumía de forma masiva metanfetamina durante la Alemania nazi, de unas fuerzas armadas que afrontaron la invasión de Francia bajo el delirio toxicológico de las drogas de diseño. Choca aún más que lo escriba Norman Ohler, periodista y corresponsal en Palestina, pero conocido sobre todo como novelista y coautor del film de Wim Wenders Palermo Shooting, no por su faceta de historiador.

Norman Ohler, autor del libro

 

Sorprende porque parecía que del nazismo no quedaba nada por contar. O eso parecía. Fue un DJ berlinés, Alexander Kramer, aficionado a las drogas y a los libros de historia del Tercer Reich, quien puso a Norman Ohler sobre la pista del ingente consumo de narcóticos de los nazis. Una charla entre amigos derivó en un trabajo de investigación de cinco años en archivos alemanes y estadounidenses. El resultado es El gran delirio: Hitler, drogas y el III Reich (editorial Crítica), una exposición bien documentada de cómo los estupefacientes marcaron los acontecimientos en el Estado nazi y en los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial.

Ohler encontró un punto ciego en la literatura de no ficción nazi (bueno, y en la de ficción: hay historias de nazis zombis y de nazis extraterrestres, pero no de nazis yonquis) y su obra se ha traducido a 18 idiomas y ha agitado las librerías alemanas desde su publicación en septiembre de 2015. Cuenta además con la bendición de tótems de la historia contemporánea como Hans Mommsen, Antony Beevor e Ian Kershaw. A pesar, incluso, de que a este último, el gran biógrafo de Hitler, le rebate el protagonismo del médico personal del dictador, Theodor Morell, y le concede una importancia que hasta ahora nadie había interpretado.

Los narcóticos –subraya el escritor alemán– no limitaron la capacidad de decisión del dictador ni le quitan responsabilidad de sus actos. Solamente reforzaron algo que ya estaba predispuesto.

«Fue un gran placer descubrir que las notas del doctor Theodor Morell eran bastante elaboradas. En ellas anotó minuciosamente cómo trató a Hitler a lo largo de los años, sin obviar cosas como ‘inyección como siempre’ o ‘Eukodal’, que es un opiáceo fuerte», explica Ohler. William S. Burroughs cita el Eukodal en El almuerzo desnudo como una mezcla de cocaína y morfina. «Cuando se trata de pergeñar algo realmente pérfido, hay que contar con los alemanes», escribió el autor de Yonqui. Si alguien fue yonqui y abrazó las drogas duras con entusiasmo fue Hitler.El doctor Morell le administró Eukodal por primera vez en el verano de 1943, antes de una reunión clave con Mussolini. Los testigos presenciales contaron que el Führer habló durante tres horas seguidas sin parar, sobreexcitado, megalómano (más), mientras el dictador italiano se hundía mudo en la esquina de un gran sillón. El Duce había ido para convencer a Hitler de que lo mejor para todos era que Italia saliera de la guerra. Tras la reunión, Italia siguió en la guerra.

Hitler, en el tren especial de Mussolini junto a él.

El ‘Maestro de las Jeringuillas del Reich’, como apodaba el mariscal Hermann Göring a Morell, mantenía activo a Hitler dándole hasta 74 estimulantes distintos. Durante un tiempo el Führer se aficionó a la cocaína. El hecho de que la composición de las inyecciones variara cada día propició que no tuviera la impresión en ningún momento de ser adicto a alguna sustancia concreta. Ohler dibuja a un Hitler bañado en sustancias estupefacientes que en los últimos días de refugio en su búnker, ya enganchado al Eukodal, era un yonqui total con las venas en ruinas. Los narcóticos –subraya el escritor alemán– no limitaron la capacidad de decisión del dictador ni le quitan responsabilidad de sus actos. Solamente reforzaron algo que ya estaba predispuesto.Cuando los Aliados cazaron a Göring, el mariscal del Reich llevaba consigo una maleta con 24.000 pastillas de opioides, sobre todo Eukodal. El ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, también era morfinómano. Pero el uso masivo de estupefacientes no se redujo a la jerarquía nazi. «El nacionalsocialismo en pastillas» del que habla Norman Ohler abarca a la Wehrmacht, el ejército alemán que inauguró bajo una tormenta química una forma nueva de hacer la guerra, y a la población. En ambos casos con Pervitin, cuyo ingrediente era la metanfetamina, un estimulante tan potente como adictivo.El delirio toxicológico hundía sus raíces en la poderosa industria farmacéutica alemana, que ya había inventado la heroína en 1897 para combatir el dolor de cabeza, y en los químicos años veinte, con sus paraísos artificiales en los que casi uno de cada dos médicos berlineses era morfinómano. Pero los nazis eran otra cosa. Debían ser rectos. Pura arianidad libre de toxinas. Hitler se veía como un modelo de vida sana. No fumaba, no bebía, no tomaba café, se alimentaba de verdura fresca.

A pesar de la política antidroga del Tercer Reich, el Pervitin de los laboratorios Temmler se convirtió en un producto de consumo popular y pronto fue tan habitual como una taza de café. Estudiantes, telefonistas, bomberos, intelectuales… la pervitina llegó a todas las capas sociales. En un anuncio de época se ve a una mujer sonriente en casa a punto de devorar una caja de bombones: «Los bombones Hildebrand siempre animan». Eran bombones con metanfetamina. El fabricante aseguraba que su praliné haría más llevadera las tareas del hogar e incluso ayudaría a mantener la línea, ya que la pervitina reprimía el apetito.

© Hildebrand Pralinen

Pero si la potente droga se convirtió en un producto de primera necesidad, ¿que ocurría tras el colocón? ¿Cómo se gestionaba una población mermada por la depresión del bajonazo? «Cuando se comercializó el Pervitin no se habló de sus efectos negativos, sólo de lo maravilloso que era, y probablemente la gente no era consciente. Quizá se comportaron como el que toma láudano, que busca una panacea para todos los dolores y se siente mal cuando no lo toma. Leo Conti, el líder de la Salud del Reich, cambió esa espiral porque asumió su peligro. La gente se estaba volviendo adicta. El ejército tenía todo un programa de rehabilitación a la metanfetamina«, responde Ohler.Cuando se prohibió su consumo en 1941 por empecinamiento personal de Conti, que era consciente de su potencial adictivo, ya era demasiado tarde. La dependencia creada del estimulante químico aumentó durante el transcurso de la guerra y la prohibición no restringió su uso.

La Wehrmacht en éxtasis

El llamado ‘Decreto sobre sustancias despertadoras’ introdujo de forma sistemática la pervitina en el equipo sanitario del ejército alemán. La Wehrmacht fue la primera fuerza armada del mundo que apostó por una droga química. Y el responsable de la regulación de su uso era el fisiólogo del Ejército de Tierra, Otto Ranke, adicto a la metanfetamina. El camello era un yonqui.Durante la guerra relámpago o blitzkrieg de la invasión de Francia, los alemanes ganaron en menos de cien horas más territorio que en los cuatro años de la Primera Guerra Mundial. A diferencia de otros frentes como el oriental, el factor tiempo fue decisivo y la metanfetamina desempeñó un papel esencial. Los soldados iban drogados en un estado de éxtasis inédito y empezaron a creerse la superioridad aria que les atribuía la propaganda nazi. «Hubiera sido muy diferente sin Pervitin, porque tendrían que haber parado por la noche. Toda la estrategia funcionó como un reloj y la pervitina formaba parte de ella», explica Ohler. Los franceses tenían vino tinto, que les adormecía, y los alemanes metanfetamina, que los aceleraba.

«Hice investigaciones sobre estas drogas en el Berlín de los 90», dice con una sonrisa Norman Ohler. Y concluye, ya con un gesto serio: «Creo que no se puede escribir este libro sin saber cómo funcionan, sin conocer sus efectos. Por eso muchos historiadores no han escrito sobre ellas. Las drogas son un tabú para ellos, quizá este libro cambie su postura».

Fuente: revistavanityfair.es