Una agresión a la fe y a la cultura popular

zarattiFrancesco ZarattiPara un hombre de fe y compromiso con la Iglesia Católica es difícil quedarse callado ante las repercusiones de la «intervención artística” del grupo de activistas Mujeres Creando en la fachada del Museo Nacional de Arte. Yo me considero tal, pero no me voy a referir directamente a los murales pintados y despintados, ni a la ligereza de los curadores de la SIART puesta al descubierto por el propio colectivo feminista, menos a los complejos freudianos de una activista, sino a los artículos de opinión, pronunciamientos y editoriales que se han publicado al respecto; algunos a favor, otros en contra, la mayoría manteniendo una cómoda posición, políticamente correcta, equilibrista más que equilibrada.A mi criterio, casi todos los análisis han sido condicionados por dos errores de interpretación de los hechos.El primer error ha sido caracterizar a los murales como un ataque a la Iglesia Católica, como institución, cuya respuesta habría sido la intolerancia y el obscurantismo. La Iglesia de Bolivia hoy ya no es un factor de poder para merecer semejantes atenciones. Silenciosamente, nuestros obispos realizan, cada día, un servicio que beneficia a los más vulnerables y al país. De hecho, -lo reflejó un Editorial de Los Tiempos- mientras estallaba la polémica «artística”,  el obispo de El Alto facilitaba la pacificación de esa ciudad, actuando, como no sucedía hace años, como garante de un diálogo dirigido a encauzar una ambigua y violenta protesta vecinal. En fin, la provocación a la institución no prosperó y tampoco prosperó la provocación al Estado, el otro «blanco” del mural, tal vez por lo rebuscado de la metáfora pintada.En segundo lugar, no hubo provocación sino una agresión, que fue respondida «por la acción directa de las masas” -como diría un trotskista- en lugar de dar respuestas más evangélicas, que, en nuestro caso, no podían incluir el «dar la otra fachada”. Comparto con Agustín Echalar que no se provocó a la Iglesia, sino que se agredió y ofendió la fe de las mayorías y, con mayor precisión, la fe y la cultura popular.Entiendo que para mentes cosmopolitas, elitistas y volterianas es difícil comprender, valorar y respetar los sentimientos y valores del pueblo creyente, una actitud que raya con la discriminación y reprime el ejercicio de la libertad de religión. De hecho, considero que lo que más hirió el alma de la gente fue la parodia de la Virgen María, una figura central en la religiosidad popular por su contrapeso materno y amoroso al dios de los colonizadores, que juzga, condena y castiga, y también por la identificación indígena de la Virgen con la Pachamama.No hace falta recordar la importancia de la devoción centenaria del pueblo creyente, de toda clase social, por María y sus santuarios,  a los cuales también suelen acudir, en algunas fechas, autoridades de todo nivel, más por oportunismo que por fe. Burlarse de la Virgen María es para nuestro pueblo como insultar la madre. Se le soltó hasta al «hermano papa Francisco”, a propósito del riesgo de ofender la fe de un creyente: «¡Si alguien insulta a mi madre, le doy un puñete!”. Y no me vengan con «dar la otra mejilla”: ¡madre sólo hay una! Es revelador también que haya países europeos que mantienen el delito de blasfemia por las connotaciones sociales y de orden público que conlleva.La democracia es, indudablemente, el ejercicio de derechos inalienables (que sin embargo hoy en Bolivia están constantemente en entredicho). Al igual que con el tema de la dinamita, el episodio comentado nos recuerda que hay también deberes que limitan esos derechos cuando están en juego valores fundamentales, como el respeto de las creencias del otro y la consecución de la paz social.Página Siete – La Paz