Norma Yalila Casanova
El término hace alusión al miedo a los espacios públicos abiertos. Lo que nos lleva a hablar de la situación, es la preocupación de la imposibilidad de hacer uso de los espacios urbanos públicos en compañía de la prole, a los que los hemos restringido a divertirse encapsulados para protegerlos del tráfico vehicular, de las redes que trafican con sus cuerpos y las imágenes que violan su inocencia, en complicidad con quienes pasan de largo como si el asunto es ajeno a lo humano.
Las prácticas sociales de la clase media y de los “pudientes” es la de costearse una serie de refugios en los que a mirada paciente y espectadora de sus tutores, permite al infante un rato de diversión segura, con aire atemperado y bajo normas de seguridad. Los demás niños y niñas, deben lidiar con la muerte, desafiándola al cruzar las calles y dirigirse hasta un espacio “público”, casi privatizado para poder correr con sus pares.
El encerrado de los parques urbanos en Santa Cruz de la Sierra, ha sido una de las características de la actual gestión municipal, avanzando hacia la colocación de cámaras de vigilancia que los vuelve espacios defensivos, siendo aún espacios a los que se puede acceder sin costo monetario. Sin embargo, el parque se ha vuelto insuficiente y las canchas son espacios a los que ya no se puede entrar con pelota en mano y hacer uso de ella, en el justificado orden de programación previa.
La agorafobia urbana, se consolida a ritmo acelerado, por lo tanto, es hora de que hagamos un contrataque para que nuestra evocación del añorado espacio de la calle en el que corríamos con los vecinos, tocábamos guitarra, medíamos fuerza física, andábamos en bicicleta y generaba espacios de discusión política, religiosa y cultural, sea recuperado. Hagamos que sea una actividad necesaria, una actividad voluntaria y una actividad social a la que las nuevas generaciones tienen derecho.
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La sociabilidad no puede ser desplazada de los espacios de ocio públicos por espacios en los centros comerciales, con máquinas y juegos que enajenan a nuestros niños y niñas del afecto, de la interactuación con sus pares, de compartir palabras, de contagiarnos de la risa y el lenguaje gestual del otro, de la mirada larga hacia el horizonte, de respirar el aire que acarrea el viento, de pisar las hojas que mudan los árboles, de los contactos con la naturaleza y de la gratuidad de un momento.
*Socióloga, investigadora IIES – JOM, UAGRM.