Los «gigolos», la cara invisible de La Paz


Al menos 200 varones ofrecen sus servicios sexuales en la ciudad sede de Gobierno, la gran mayoría de ellos de incógnito. Algunos optan por poner anuncios en los periódicos locales.

Los "gigolos", la cara invisible de La Paz
Raúl, con la cara tapada en la plaza Abaroa.Fotos: Benjamín Hindrichs




Es una noche veraniega en la ciudad de La Paz. En la luz difuminada de los faroles sopla el viento y mientras sigo deambulando por las calles vacías, mis ojos tantean el entorno.

En una esquina de la plaza Eguino se agrupa una docena de personas. Al pasar, una de ellas forma una pistola con sus manos, apuntándome mientras cuchichea “gringo”. A unos pocos pasos más allá, un caballero en chaqueta deportiva de color celeste me saluda como si fuéramos amigos desde siempre. Tras sus gafas palpitan unos ojos oscuros y el olor del ron emana de su boca.

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Si busco cocaína, me pregunta. Sacudo la cabeza y saco dos cigarros, dándole la mano. Cuando le explico que estoy en busca de trabajadores sexuales, arquea las cejas, respira profundamente y dice que “ya no operan por aquí”. Charlamos un rato y me voy. Ya son las dos de la mañana. El trabajo sexual masculino es invisible en la ciudad de La Paz.

Una vida en la clandestinidad

“Tratamos de pasar incógnitos porque mucha gente nos discrimina, opinan que es un trabajo despreciable”, explica Fernando (nombre ficticio), representante de los trabajadores sexuales de Bolivia. Según él, unos 200 varones ofrecen sus servicios en la sede de Gobierno, la gran mayoría de ellos de incógnito.

“Cuando trabajábamos en la calle sufríamos mucha violencia y discriminación por la Policía y la Alcaldía. Ahora trabajamos en departamentos privados o brindamos nuestro servicio a domicilio”, comenta. Fernando es un hombre de rasgos marcados que se mueve con pasos ligeros y lleva una chaqueta negra de cuero, vaqueros y zapatos de color castaño.

Desde hace 10 años se dedica al trabajo sexual. Empezó por la necesidad económica. Su padre abandonó a su familia y a los 18 años trabajaba en una whiskería. “Llevaba uno o dos años allí cuando se presentó una oportunidad. El dueño me dijo que hay una persona que quiere pagar para estar conmigo. Fue la primera vez que vi que podía sacar un beneficio de mi cuerpo como trabajador sexual”, cuenta.

Por su servicio cobra unos 300 bolivianos por hora, trabajando dos o tres veces al día, con más frecuencia los fines de semana. Sus clientes son de todas las clases. Según él, muchas son mujeres despechadas, insatisfechas o traicionadas. “Muchas veces es un trabajo consular, no sólo sexual. Quieren que salgamos, tomemos algo y que escuchemos sus penas. Buscan cariño y comprensión. Es un trabajo complejo, casi un poco psicológico”, afirma.

Habla con una voz fuerte mientras sus ojos de color carbón rozan su entorno. Su atractivo rebosa de autoestima. Sin embargo, su familia no sabe a qué se dedica verdaderamente. Bajo la coartada de ganarse la vida trabajando en discotecas o whiskerías, sigue ejerciendo su profesión, manteniendo así la fachada de una vida en conformidad con la sociedad para protegerse del estigma social.

“Yo tengo a mi esposa y a mis hijos y nunca se lo he comentado de qué trabajo, pero yo lo hago para que no les falte nada”, declara. Pero ya no trabaja tan seguido como antes. Después de 10 años nota el desgaste del cuerpo.

“En algunos casos tenemos que tomar pastillas para durar más de 30 minutos, porque la mujer se quedaría insatisfecha. Y las pastillas son fuertes, dos o tres pastillas al día te hacen mal”, explica. Pero no es sólo por eso que trata de dejar el trabajo. También quiere terminar la carrera de derecho en la universidad donde está estudiando.

Según él, su trabajo ha cambiado mucho en los últimos años. Por un lado, hay un aumento notable en la demanda de sus servicios porque ya no es un tabú contratar a un trabajador sexual como lo era antes. Por otro lado, con el avance tecnológico ya no tienen que estar en la calle, una situación de trabajo que no tenía ningún seguro, ni para los trabajadores ni para sus clientes.

“Ya es mucho mejor porque nos podemos comunicar a través del WhatsApp o del Facebook, pero mayormente trabajamos con periódico. Nos hacen llamadas, coordinamos un lugar, un hotel o un departamento propio y nosotros garantizamos que estamos físicamente controlados. Incluso pedimos depósito bancario y antes de tener cualquier relación, mostramos el carnet de sanidad. Así, la clienta está segura de que está con una persona sana”, aclara. Además, el uso de preservativos es imprescindible en el servicio que brinda cualquier afiliado de la Organización de Trabajadoras Nocturnas de Bolivia (OTN-B).

Avenida América,  zona donde antes se concentraba el trabajo sexual masculino.

La voz de los trabajadores sexuales 

La OTN-B es una organización que funciona como la voz de las y los trabajadores sexuales del país, enfocándose en un trabajo socio-político y en la defensa de los derechos de sus miembros. Fue fundada el 3 de junio del año 2000, en una época en la que el trabajo sexual todavía era mucho más discriminado que en la actualidad.

“Yo, a mis 17 años ya trabajaba”, indica Lily Cortez, presidenta de la organización. Cuenta que antes  la Policía trataba a las trabajadoras sexuales como si fueran delincuentes. “Cada viernes, a los diferentes locales a nivel nacional  venían los jefes de los distintos departamentos y nos extorsionaban sexualmente. Toda la noche nos sacaban a un hotel, no nos pagaban y si les daba la gana nos botaban a la calle o nos hacían arrestar. En una noche del año 1999 me llevaron, me pegaron y me detuvieron por dos o tres días”.

Poco después se fundó la OTN-B para defender   los derechos de las trabajadoras sexuales. Paulatinamente también incorporaron a los trabajadores masculinos. Hoy en día, la organización trabaja principalmente en el apoyo legal, mental y sanitario de sus afiliados. “Somos una mamá que protege a los y las trabajadoras”, explica Cortez en su oficina en el centro paceño.

“Les ayudamos cuando necesitan asesoramiento, cuando están enfermos, cuando sus derechos son vulnerados y cuando mueren”, añade y su voz se acorta durante la fracción de un segundo. En sus ojos se refleja la indignación. El día anterior de la entrevista mataron a una trabajadora sexual en frente de una discoteca en El Alto.

“La discriminación no se va a acabar nunca. Se puede conscientizar tal vez, pero no al 100 por ciento. Tenemos que aprender a vivir una realidad cruda, jamás vamos a borrar el estigma que tiene el trabajo sexual”, dice en tono combativo y Fernando asiente con la cabeza, sacando sus gafas de sol a la hora de hacer una foto. No quiere ser reconocido.  

“Si lo hago es porque lo necesito”

Algunos días después, en una tarde nublada, me encuentro con Raúl (nombre ficticio) en la plaza Abaroa. “Dotado varonil”, promocionó el anuncio en el periódico. Es un varón de 23 años, tiene la piel bronce, los labios voluminosos y sus gestos son llamativamente tranquilos. Lleva vaqueros estrechos de color oscuro, una camiseta blanca y varias pulseras en sus muñecas. Mientras la gente va paseando, me cuenta su historia. 

A los 17 años sus padres le echaron de casa y tenía que buscarse la vida solo. En una época de su vida en la que no podía conseguir trabajo, una amiga le propuso ganar dinero a través del trabajo sexual. Era la única manera de resolver sus problemas económicos y ella le enseñó todo: le puso otro nombre, le llevó a la calle y puso su primer anuncio en el periódico. Así empezó.

“Al principio me daba miedo, era difícil, pero ella me ayudó bastante”, comenta con una voz suave y las piernas cruzadas. Desde el principio trabaja de forma independiente, no es afiliado de ninguna asociación. Cuando le pregunto si conoce la OTN-B, sacude la cabeza. Prefiere no relacionarse con otros trabajadores.

Lily Cortez,  presidenta de la  OTN-B, y Fernando Angulo en las oficinas de la organización.

Cobra unos 150 a 200 bolivianos por hora y sus clientes generalmente son hombres.  “Puede haber una persona que tú ni piensas que le guste estar con un chico. Hay uno que es casado, tiene su empresa, una o dos veces al mes nos vemos. Otro se fue a vivir a Santa Cruz el año pasado, es una persona muy importante y una vez me pidió que me fuera a Santa Cruz”, cuenta.

Sin embargo, no acepta a cualquiera. “Prefiero no arriesgarme. Me tiene que dar mucha confianza por teléfono, aunque es difícil. A veces una persona te habla de una manera y personalmente es otra. Generalmente no acepto tan rápido una cita con cualquiera. Si tengo dudas, no voy, tengo que estar muy seguro”, explica, persiguiendo con sus ojos el humo del cigarrillo que encendió hace un rato.  

Tiene a cuatro clientes fijos en La Paz que le llaman frecuentemente. Prefiere estar con ellos, ya que hay confianza. Pero cuando ellos no están y sus ahorros no alcanzan para sobrevivir, le toca poner anuncios en el periódico.

Desde que en septiembre perdió su trabajo en un café, su situación va empeorando. “Ya no tengo dinero, tengo que pagar el alquiler y mis gastos. Ya he ido a dejar mi currículo en todos lados, pero aún no me han llamado”, dice con resignación. Es por eso que el día anterior volvió a poner un anuncio.

Hace un año empezó a estudiar, esperando que al terminar su carrera pueda dejar finalmente el trabajo sexual. “Yo si lo hago es porque lo necesito, no es por placer. Lo buscaría en otro lado”, aclara con la mirada apartada y la alusión de una sonrisa amarga en los labios.

Este trabajo fue elaborado con apoyo del fondo “La Paz a través de nuevas miradas” que impulsa el Observatorio La Paz Cómo Vamos y la Fundación para el Periodismo con  apoyo del European Journalism Centre.

Página Siete / Benjamín Hindrichs  / La Paz