Aliado con el rey saudí, ha sobrevivido al escándalo Khashoggi, aún le quedan 30 mil millones por gastar, hace planes de empresa a 300 años y asegura que en el futuro seremos telépatas.

A sus 61 años, Masayoshi Son presenta planes de su empresa para los próximos 300 años, cree que en el futuro nos comunicaremos por telepatía y asegura que “curar la soledad” y “proporcionar amor” son los objetivos principales de su archimillonaria empresa.
Son es el hombre más rico de Japón gracias a SoftBank, una firma de telecomunicaciones e Internet que según Forbes es la compañía 39 más grande del mundo. Hombre hecho a sí mismo de familia modesta, todo empezó en los años 80 con una sencilla tienda en la que vendía recambios para ordenadores. Hoy Son es el tío Gilito del sector de las start-ups, el hombre con la chequera más abultada del sector, que ha logrado que firmas como Alibaba o Uber, en la que ha invertido cientos de millones, sean empresas conocidas en todo el mundo. Apasionado por naturaleza, amenazó al gobierno japonés con “prenderse fuego” a sí mismo si no se respetaba la libertad en la red y mientras sus enemigos lo atacan por sus lazos con el rey de Arabia Saudi (45 millones de esos cien de su fondo de inversión VisionFund vienen de la familia real) o las deudas de su propia empresa, él dice que le hubiera ido mejor si hubiera tenido más dinero y que en breve anunciará otro fondo con 100 mil millones más.

Decidido a ser un magnate desde adolescente, la leyenda de Son arranca cuando tenía 16 años y tomó solo un avión a Tokio para plantarse en el despacho de Den Fujita. Fujita era por aquel entonces el empresario más influyente del país al frente de la delegación japonesa de McDonald’s y autor de un libro (La manera judía de hacer negocios) que impresionó profundamente al joven Masoyoshi. El mismo contó en televisión aquel encuentro: “Llamé a su oficina al menos cien veces para pedir una cita. Me decían que no se reuniría con un estudiante y yo contestaba: ¡vosotros sabréis lo que estáis haciendo! Así que cogí un avión a Tokio porque como le expliqué en persona a la asistenta me estaban saliendo más caras las llamadas de teléfono que el ticket de avión. Le dije que solo pedía tres minutos junto a él que no hacía falta que me hablara ni me escuchara, simplemente quería ver su admirada cara. Respetaba su principio de que el tiempo es dinero. Finalmente me concedieron quince minutos. Me dijo que me centrara en las industrias del futuro, no las del pasado, y que mirara el auge de los ordenadores”.
Fuente: revistavanityfair.es
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