Juan José Bedregal
Desde que nuestros antepasados aprendieron a fabricar y utilizar las primeras herramientas, todas las invenciones humanas pasan por tres etapas: innovación, desencanto y reinvención o desecho.
En la innovación, se lanza el producto a los usuarios; si es útil, su uso se masifica y sus funciones son puestas a prueba hasta el límite. El desencanto llega cuando se descubren limitaciones: fragilidad, malos usos, desgaste o daños al usuario y su entorno. Tras esta fase, hay dos posibles consecuencias: el desecho o la reinvención para superar las limitaciones encontradas. Así se genera otra innovación, y se abre las puertas a un ciclo infinito con cada vez mayor sofisticación.
En un inicio había muchas redes sociales y eran poco usadas, hasta que fueron concentrando usuarios: Google se consolidó como el motor de búsqueda más utilizado y su sistema operativo Android disputa el mercado de los Smartphones con Apple; Facebook y Twitter son las redes sociales más grandes; YouTube se convirtió en el servidor de vídeos más popular; y WhatsApp es la aplicación de mensajería instantánea con más usuarios.
Pero ya estamos en la etapa del desencanto. El caso Cambridge Analytica mostró que al usar redes sociales entregamos oro puro a cambio de espejitos de colores. Estos sitios web acumulan gigantescas bases de datos (de ahí el término Big Data) sobre gustos, preferencias y patrones de consumo de sus usuarios. Cada nuevo amigo, página o personaje que seguimos, cada foto o vídeo compartido, cada interacción (reacción, comentario, retweet, respuesta) brinda información adicional a la empresa. No sólo las redes sociales, también los motores de búsqueda y aplicaciones de mensajería operan de esta manera.
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El marketing tiene un amplio abanico de técnicas para acomodar un producto a los gustos del público, que pueden quedar obsoletas frente a la información que posee una red social. El Big Data es aquello por lo que los mercadólogos de los 80 hubieran vendido sus almas al demonio; el acceso a datos personales de millones de personas alrededor del mundo permite a una empresa vender casi cualquier producto con sólo dirigirse a los perfiles con los patrones de consumo que busca satisfacer, proceso conocido como segmentación.
Si hacemos más publicaciones sobre música, seguramente recibiremos publicidad de música; si compartimos más fotos de mascotas, es más probable recibir publicidad de alimentos para mascotas o clínicas veterinarias. Por cada perfil de consumo, existen productos y servicios que veremos en nuestros perfiles, siempre y cuando sus proveedores hayan pagado la publicidad.
Uno de los usos límite de estas herramientas es el marketing político. Nuestros perfiles no sólo revelan nuestras preferencias de consumo, sino también nuestras orientaciones ideológicas. Existe evidencia de que en procesos electorales recientes alrededor del mundo, se direccionaron publicaciones de una opción política hacia las personas más propensas a creerlas y compartirlas, según su perfil psicológico.
En las elecciones presidenciales de Argentina (2015), EE.UU. (2016), Colombia y Brasil (2018); los referéndums sobre el Brexit en Reino Unido, el Acuerdo de Paz en Colombia, y la Reforma Constitucional en Bolivia (todos en 2016), una avalancha de noticias falsas (o Fake News) fueron difundidas de manera viral afectando la percepción de los votantes e incidir en el resultado final.Lo cierto es que el desencanto se generaliza. La privacidad de la información personal es un espejismo en manos de multinacionales que lucran con la publicidad, y la regulación estatal es casi imposible con más de 190 legislaciones distintas en el mundo. Lo más factible es transparentar las redes y sus usos publicitarios, para que todo usuario participe bajo su propio riesgo y pueda ser recompensado por su contribución.Es necesario reinventar las redes sociales para asegurar nuestra seguridad, quitar a las multinacionales la capacidad de manipular nuestra conducta y vender nuestra información personal. Debemos dejar de entregar oro a cambio de espejitos de colores.