¿Valen, realmente, los influencers?

Javier Medrano

Más de una vez escuché la necesidad imperiosa de una marca de contratar a un influencer para que “hable” por la marca y sea su embajador (a). Como si la marca en sí misma no fuera capaz de transmitir sus beneficios y ventajas, frente a otro producto similar de su rubro, y huérfana debe echar mano de un tercero quien, supuestamente, tiene una comunicación directa con una comunidad hambrienta de conocer dicho insumo y, luego, por supuesto, provocar que dicho rebaño virtual corra a la primera estantería y consuma con desespero el producto o servicio ofrecido.

La regla dice que todos somos influenciables. Unos más que otros, pero sin importar quién sea uno o la formación que tenga, eres pasable a ser condicionado por algo o por alguien. Y los manuales de marketing, además, te puntualizan que, mediante el uso de un influencer, ese gatillador de compra puede ser mucho más importante.



El nudo gordiano radica en que en estos tiempos nos manejamos por comunidades cada vez más cerradas, en cuyo interior los niveles de confianza son altos, pero hacia afuera, la desconfianza y el rechazo es la moneda corriente. Nos movemos en tribus. Somos tribales. Siempre lo fuimos y seguiremos siéndolo.

Por lo tanto, cuando estos personajes terminan siendo el vidrio trasero de una vagoneta llena de stickers que cargan en sus espaldas logos desde restaurantes, marcas de zapatillas, de poleras, bebidas y hasta campañas sociales de dejar pasar a un perro cuando éste cruza desentendido en una calle, uno se pregunta si el conductor tiene un problema de identidad o de plano le pagan por todos esos anuncios, pero no le importa ni la zapatilla ni el perro que casi atropella en la esquina porque esta apurado.

¿A quién creer? ¿A cuál seguir? ¿Quién es fidedigno y quién es solo un mero mural de pegatinas de logos? ¿Quién es un verdadero influencer y no un mero especulador virtual? No sólo importa su masa crítica en las redes, su segmentación; a mi juicio, también es crítico su comportamiento en el mercado y su verdadera conducta como otro consumidor más y, además, su postura coherente frente al producto que avalará en los llamados social media.

Las marcas tratan de medir los impactos de acuerdo con niveles de retorno de inversión, rotación de productos, generación de alto tráfico en un retail o, por último, por la generación de un volumen positivo de “me gusta” en una plataforma de redes sociales.Pero qué pasa cuando el influenciador se torna negativo a causa de su mal comportamiento social o ético. Tiger Woods, famoso golfista y reconocido influencer mundial de marcas ligadas a dicho deporte, tras su escándalo de infidelidad, le costó a las marcas, de acuerdo con estudios, miles de millones de dólares. Y este es un caso de muchísimos “incidentes personales” que golpean la reputación y credibilidad de las marcas a causa del mal comportamiento de estos avaladores virtuales.

Ahora hay un doble desafío: buscar a alguien que tenga una comunidad ligada directamente con el producto o servicio, pero, además, que tenga un comportamiento social impecable y que acompañe los valores de las compañías que van a invertir en sus redes para que éstos amplifiquen los productos.

Recuerde siempre que las malas noticias viajan más rápido y es muy fácil para las personas volver a ver lo que alguien dijo e identificar un área de controversia. Sino me cree:  el humorista de color Kevin Hart perdió la oportunidad de ser el anfitrión de los premios Oscar de la versión 2019 debido a los tweets homofóbicos que habría enviado hacía varios años atrás. Mirar el historial de las redes sociales de una celebridad es una de las formas en que las empresas realizan la diligencia debida. El consejo es invertir en un proceso acucioso de selección y luego redactar un contrato con una cláusula moral muy fuerte y la capacidad de salir como marca rápidamente si es necesario, de lo contrario, la marca será responsable también del atropello de ese pobre perrito que cruzó, caninamente, la calle.