Tres historias de mujeres desaparecidas han sido reconstruidas en la voz de quien escribe. Otra mujer, víctima de trata, logró escapar y da su testimonio. De enero a junio de 2019 se registraron 399 denuncias por trata y tráfico de personas en Bolivia.
A diferencia de ellas, Alejandra (nombre ficticio) pudo escapar de una red criminal enfocada en la trata con fines de explotación sexual comercial y se animó a contar algo de su experiencia.El 23 de septiembre es el Día Internacional contra la Explotación Sexual y el Tráfico de Mujeres, Niñas y Niños. Los padres de las tres jóvenes sospechan que sus hijas fueron víctimas de trata o tráfico con fines de explotación sexual, un delito estipulado en la Ley 263; pero sus casos nunca fueron tipificados por este crimen.Hasta fines de 2017, cuando contaron sus historias para estas crónicas, mantenían los dormitorios de sus hijas casi intactos, como quien espera que un día ellas entren por la puerta para dejar atrás la ausencia y el dolor. Hasta el día de hoy las buscan.
Dayana Algarañaz, la semilla de una luchaLa universitaria de 20 años desapareció el 20 de junio de 2015. Su madre, María Rita Hurtado, no ha dejado de buscar a su hija y lucha porque su desaparición sea tipificada como trata.Mi madre, María Rita Hurtado Martínez, siempre tuvo especial cuidado conmigo porque llegué al mundo un poco antes, a los siete meses. Mi vida no era muy diferente a la de otras jóvenes de 20 años: asistía a la universidad y enamoraba con un muchacho que, según consta en las pericias de la investigación, fue la última persona que me vio el 20 de junio del 2015.Mi nombre es Dayana Algarañaz Hurtado. A pesar de que aquel sábado llovía como lo había hecho en varias oportunidades, me vieron salir de mi casa a las 8:00 porque tenía clases en la Universidad de Aquino (Udabol), en la que estudiaba Ingeniería Ambiental.

Sentada sobre mi cama, mi madre observa detenidamente mis fotografías, que están en casi todos los ambientes de mi casa en el Plan 3.000. En una de las paredes también están otras jóvenes desaparecidas en Santa Cruz y La Paz.Las fotos son un recordatorio de que aunque yo no esté… estoy.Más de dos años después de mi desaparición, mi madre llora. Recuerda que tenía la carrera pagada, recuerda las academias a las que asistí y mi profundo apego por estar rodeada de naturaleza.Soy la heredera de su carácter decidido. Por ello, no sorprendió en mi casa que ella se entregara en cuerpo y alma a buscarme.Aquella mañana mi padre me llamó por teléfono para preguntarme a qué hora iba a regresar a casa; tenía que reemplazar a mi mamá en su empleo.“Ya papito, ya estoy de ida”, dije y le colgué; no le di tiempo de decirme nada más. Fue la última vez que me comuniqué con alguien de mi familia. Según la triangulación que se realizó para rastrear mi celular, la última vez que fue registrada alguna actividad fue cerca de la universidad.Un año después de mi desaparición, mi madre fundó, junto a otros padres, la Asociación de Apoyo a Familiares Víctimas de Trata y Tráfico de Personas y Delitos Conexos (Asafavittp). Ha olvidado lo que es vivir en paz, su tranquilidad se arropa en un futuro en el cual ya he regresado a casa. En tanto, libra una guerra contra enemigos de quienes no conoce el rostro pero que le han hecho llamadas anónimas para amenazarla.


Aquel día, mi papá, un exjugador y árbitro de fútbol que hoy es transportista, nos llevó a mi hermana menor y a mí al colegio. Llegamos alrededor de las 7:30, me quedé con la pequeña a una cuadra de su escuela para comprar el material que necesitaba en la librería. Lo que mis padres no sabían era que ese día no había clases y me había puesto de acuerdo con unas amigas para ir a pasear.A mediodía no llegué a casa y mi celular ya estaba apagado. Las horas se hicieron madrugada y nunca aparecí.A primera hora del día siguiente mi mamá fue a preguntar por mí al colegio. Una de las amigas, con la que había quedado para ir a pasear, dijo que su madre no la dejó salir. Mi otra amiga contó que llegó al lugar donde habíamos quedado a las 9:00, pero que yo no estaba ahí.Inmediatamente, mi madre fue a presentar la denuncia en la División de Trata y Tráfico de la Fuerza Especial de Lucha contra el Crimen. El policía que la atendió le dijo “no creo que la hayan raptado, se ha debido ir con su cortejo”, y aconsejaron que la familia esperara 24 horas para ver si regresaba.Finalmente, sólo emitieron el conocimiento como persona desaparecida y les explicaron que “para denunciar había que presentar un sospechoso, sino no se puede”.El extracto de llamadas reveló que hablé con mis compañeras la noche anterior y que el teléfono se apagó a las 8:00 de ese día. “Si mi hija se hubiera ido, podía haber seguido usando el teléfono hasta mediodía, no nos habríamos dado cuenta”, dice mi mamá.Mi papá se propuso buscarme por su cuenta con el micro que conduce. Ha empapelado trancas, mercados y otros lugares con mis fotografías. Va a lenocinios para hacerse pasar por cliente, invita botellas de cerveza y trata de ganarse la confianza de sus trabajadores y los clientes para conseguir información sobre mi paradero.Afirma que dentro de algún tiempo “agarrará su mochila” para buscarme en las fronteras. Ambos decidieron que aunque la vida se les vaya en ello, seguirán buscándome hasta el último de sus días, si es necesario.Con el dolor y la madrugada, que ahora es su cómplice en esta cruzada por lograr justicia, me siguen buscando… “porque si ellos no lo hacen, nadie lo hará”. Valeria VacaMartínez ,la herida queno cicatrizaLa joven madre desapareció el 30 de marzo de 2014. Su padre capturó a un sospechoso sin ayuda de la Policía, que luego fue liberado bajo fianza. En su sencillez, no puede comprender por qué dejaron libre al hombre al que atrapó sin su ayuda.Soy la llaga que no sana en la existencia de mi padre. Él ha participado en el “jocheo” de toros en ferias desde que era niño y su cuerpo tiene marcadas cicatrices que casi le cuestan la vida, pero yo soy una herida en carne viva. Mi nombre es Valeria Vaca Martínez y desaparecí el 30 de marzo de 2014, tenía 18 años.La última vez que vi a mi hija tenía dos años y medio. Ella era mi motivación para estudiar –por aquel entonces cursaba el octavo de primaria en una unidad educativa de Montero– y es la principal razón por la que no desaparecería de la noche a la mañana. No la abandonaría; mi familia está convencida de eso.

“Papi, estoy secuestrada”, le dije una semana después de que me contestó la llamada, antes de que la comunicación se cortara. La pena lo sobrepasó. A través del extracto de llamadas de su teléfono móvil, mi padre averiguó el nombre del propietario de la línea telefónica a través de la que hice la llamada. Los meses pasaron y las investigaciones no avanzaron.Mi familia averiguó en qué mesa votaba ese hombre en las elecciones municipales. Mi padre lo capturó y lo llevó a la Policía. Él declaró que me “tenía como esposa” en Peta Grande (municipio de San Pedro), pero cuando las autoridades fueron a buscarme a su casa, no me encontraron.El detenido cambió entonces su declaración y dijo que “nunca me había visto”. Estuvo más de un año en la cárcel y salió después de pagar fianza. Hoy nadie sabe dónde está. Mi papá tiene un documento que señala que fue declarado en rebeldía, pero sospecha de otro hombre que fue llamado a declarar y no se cansa de repetir que la Policía no le cree. En su sencillez, no puede comprender por qué dejaron libre al hombre que atrapó sin su ayuda.Ha decidido dejar el “jocheo” porque no puede curarse del todo, además “la pena y la impotencia no ayudan”. Antes de colgar el traje de torero, recorría las ferias del país con mi fotografía y un CD, en el que aparezco participando de un “jocheo”, siempre buscando datos sobre mi paradero.Pidió ayuda a los medios de comunicación y a abogados, pero como provengo de una familia pobre nadie hace nada para encontrarme. “Nadie más entiende ese vacío” que dejé.Mi madre cree que ya no estoy con vida, una sensación compartida por muchos. Mi padre se aferra al día en que regrese para “vivir la vida, que después de todo es linda”, aunque yo sea la embestida más brutal a la que le haya puesto el cuerpo. Mi hija tiene cinco años. En noviembre de 2017 se graduó de kinder. En el acto estuvo mi mamá, mientras que yo soy ausencia.“Deseaba morir por lo que me estaban haciendo”Alejandra (nombre ficticio) fue captada por tratantes a los 13 años con fines de explotación sexual comercial.“La vida es tan cruel cuando te mienten (…). Me vendían a hombres porque ellos buscan niñas vírgenes y te entregan porque pagan mucho”, dice Alejandra, que a los 13 años fue víctima de trata con fines de explotación sexual comercial.Alejandra, nombre que ella escogió para contar su historia, tiene 22 años y es de Warnes. A los 13 años dos personas, un hombre y una mujer, se ganaron la confianza de su familia y le ofrecieron trabajo como niñera en otra localidad.Dice que no recuerda con exactitud a qué ciudad fue llevada con la promesa de que el dinero que iba a ganar sería enviado a su familia de escasos recursos. Tiempo después, ella comprendió que los criminales buscan niñas “muy bonitas” que provienen de familias humildes porque son más fáciles de engañar, son vulnerables.
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“Me sentía derrotada, toda destrozada por la vida que estaba llevando. A veces deseaba morir por lo que me estaban haciendo, por lo que me estaba pasando (…). Los hombres hacían lo que se les antojaba con mi cuerpo”. Ahora comprende que era “vendida como un objeto”, que era violada varias veces al día por hombres que hasta triplicaban su edad.No sabe en qué circunstancias la Policía llegó al lugar, pero cree que los tratantes cometieron algún error que dejó en evidencia que “robaban a menores de edad” para ganar dinero a través de la explotación sexual. Tiempo después llegó a la ciudad de Santa Cruz, donde recibió ayuda psicológica, algo que reconoce fue de gran ayuda. Su madre quedó muy afectada al enterarse de todo lo que le sucedió.La directora del Centro de Capacitación y Servicio para la Mujer, Patricia Bustamante, manifiesta que son pocas las víctimas que logran escapar de la trata, que se animan a denunciar el delito y si lo hacen no dan continuidad al proceso por temor a represalias. Enfatiza que la Ley 263 tiene una falencia en cuanto a la protección de las víctimas menores de edad. “En las ciudades intermedias en las que se logra abrir un proceso por trata no se cuenta con cámara Gesell para que den declaraciones”.Alejandra ahora estudia Enfermería porque quiere ayudar a la gente, mientras que la felicidad es una sensación esquiva. “Trato de superar las cosas que he pasado”, dice, pero no siempre puede.Cree que contar ese año de su vida puede servir para que otras niñas no sean presas fáciles de delincuentes y tratantes. Aún reconstruye su experiencia traumática plagada de silencios pues teme decir algunas cosas y proporcionar datos que ha olvidado en defensa propia.


