Desaparecidas: En el limbo de la trata y tráfico


Tres historias de mujeres desaparecidas han sido reconstruidas en la voz de quien escribe. Otra mujer, víctima de trata, logró escapar y da su testimonio. De enero a junio de 2019 se registraron 399 denuncias por trata y tráfico de personas en Bolivia.

Alejandra Pau«Se ha debido ir con su enamorado, ya va a regresar”, es una frase que los padres miembros de la Asociación de Apoyo a Familiares de Víctimas de Trata y Tráfico de Personas y Delitos Conexos (Asafavittp) conocen de memoria. Eso es lo que usualmente les dicen cuando denuncian la desaparición de sus hijas ante las autoridades. Dayana Algarañaz, Sandy Flores y Valeria Vaca nunca regresaron.  Con el apoyo del fondo Spotlight de la Fundación para el Periodismo (2018),  Página Siete realizó una investigación para luego  dar voz a estas mujeres a través de la reconstrucción de los hechos previos a su desaparición.A diferencia de ellas, Alejandra (nombre ficticio) pudo escapar de una red criminal enfocada en la trata con fines de explotación sexual comercial y se animó a contar algo de su experiencia.El 23 de septiembre es el Día Internacional contra la Explotación Sexual y el Tráfico de Mujeres, Niñas y Niños. Los padres de las tres jóvenes sospechan que sus hijas fueron víctimas de trata o tráfico con fines de explotación sexual, un delito estipulado en la Ley 263; pero sus casos nunca fueron tipificados por este crimen.Hasta fines de 2017, cuando contaron sus historias para estas crónicas, mantenían los dormitorios de sus hijas casi intactos, como quien espera que un día ellas entren por la puerta para dejar atrás la ausencia y el dolor. Hasta el día de hoy las buscan. Dayana Algarañaz,  la semilla de una luchaLa universitaria de 20 años desapareció el 20 de junio de 2015. Su madre, María Rita Hurtado, no ha dejado de buscar a su hija y lucha porque su desaparición sea tipificada como trata.Mi madre, María Rita Hurtado Martínez, siempre tuvo especial cuidado conmigo porque llegué al mundo un poco antes, a los siete meses. Mi vida no era muy diferente a la de otras jóvenes de 20 años: asistía a la universidad y enamoraba con un muchacho que, según consta en las pericias de la investigación, fue la última persona que me vio el 20 de junio del 2015.Mi nombre es Dayana Algarañaz Hurtado. A pesar de que aquel sábado llovía como lo había hecho en varias oportunidades, me vieron salir de mi casa a las 8:00 porque tenía clases en la Universidad de Aquino (Udabol), en la que estudiaba Ingeniería Ambiental.

FOTOS GONZALO PARDO

Sentada sobre mi cama, mi madre observa detenidamente mis fotografías, que están en casi todos los ambientes de mi casa en el Plan 3.000. En una de las paredes también están otras jóvenes  desaparecidas en Santa Cruz y La Paz.Las fotos son un recordatorio de que aunque yo no esté… estoy.Más de dos años después de mi desaparición, mi madre llora. Recuerda que tenía la carrera pagada, recuerda las academias a las que asistí y mi profundo apego por estar rodeada de naturaleza.Soy la heredera de su carácter decidido. Por ello, no sorprendió en mi casa que  ella se entregara en cuerpo y alma a buscarme.Aquella mañana mi padre me llamó por teléfono para preguntarme a qué hora iba a regresar a casa; tenía que reemplazar a mi mamá en su empleo.“Ya papito, ya estoy de ida”, dije y le colgué; no le di tiempo de decirme nada más. Fue la última vez que me comuniqué con alguien de mi familia. Según la triangulación que se realizó para rastrear mi celular, la última vez que fue registrada alguna actividad fue cerca de la universidad.Un año después de mi desaparición, mi madre fundó, junto a otros padres, la Asociación de Apoyo a Familiares Víctimas de Trata y Tráfico de Personas y Delitos Conexos (Asafavittp). Ha olvidado lo que es vivir en paz, su tranquilidad se arropa en un futuro en el cual ya he regresado a casa. En tanto, libra una guerra contra enemigos de quienes no  conoce el rostro pero que le han hecho llamadas anónimas para amenazarla.“Una vez que te agarremos vieja de m… nadie te va a reconocer porque te vamos a dejar irreconocible (…). Sé dónde vives y no va a pasar mucho tiempo para que te encontremos, vieja de m… deja de buscar”, le dijeron durante una de esas llamadas.Sabe que por sus acciones se ha convertido en un personaje incómodo para varias autoridades, pero eso no la va a detener.Decenas y decenas de documentos forman parte de mi caso, que fue abierto con la tipificación de privación de libertad. En las páginas figuran varios detenidos y quien fue un día mi enamorado estuvo en la cárcel durante ocho meses. Según sus declaraciones me despachó en un micro N°100 con destino a la  universidad e ignora mi paradero.Mi madre no estaba de acuerdo con nuestra relación porque él no estudiaba ni trabajaba. Casi todos los fines de semana, durante esos ocho meses, fue a la cárcel para preguntarle “¿dónde está mi hija?”. Finalmente se convenció que no tenía nada que ver y desistió de la acusación.Sospecha de mi compañero de la universidad, que es de nacionalidad peruana, cuyo supuesto padre me llevó a casa en un automóvil lujoso. Le dije a mi madre que “me parecía una familia muy rara porque padre e hijo no se parecían físicamente y que el señor tenía mucho interés en conocerme”.Mi madre confiesa que tiene un dolor en el pecho cada vez que presiente que estoy enferma porque siempre tuve la salud frágil. “Yo creo que mi hija ya no está en Bolivia”, dice, quebrada.Mientras mi familia me busca, hay un ropero en casa que tiene el espejo roto y una foto mía que cubre el espacio de los pedazos que ya no están.Este trabajo de investigación fue realizado en julio de 2018 en la ciudad de Santa Cruz.Sandy Flores, la denuncia sin nombreFue vista por última vez el 11 de septiembre de 2014 en la puerta del colegio de su hermana. Sólo se emitió un conocimiento de persona desaparecida. Su papá la busca en lenocinios, haciéndose pasar por cliente y dice que pronto agarrará una mochila para buscarla en las fronteras.Es posible que todo comenzara con el obsequio de un celular o mi cuenta de Facebook, que usaba con otro nombre. Nada de eso se investigó.Mi nombre es Sandy Luz Bella Flores Abasto. Mi papá, Édgar Flores Azurduy, dice que desde chiquita fui muy artística; lo mío era bailar y vestirme de diferentes personajes, pero todo cambió el 11 de septiembre de 2014. A los 16 años, mi vida transcurría entre mis clases en la Unidad Educativa Eduardo Velasco Franco, en Santa Cruz, y mis amigas del barrio, en Ciudad Satélite. Hacía poco había pasado un casting para pertenecer a la Academia Tenpayate.Mi padre asegura que siempre fui “la más alegre de la familia”, mientras deja escapar un suspiro adolorido. Sentado sobre mi cama, cuya cabecera está cubierta de muñecos de peluche, revisa los álbumes de fotos en las que aparezco. Algunos llevan imágenes de mi fiesta de 15 años; usé varios vestidos “como una princesa”.Todo está intacto: mi cama, mi ropa, mis accesorios, como si le hubieran puesto al tiempo una pausa en ese lugar de la casa. Mi madre, Nora Abasto Marzana, lo mantiene así a la espera de que un buen día entre por esa puerta y podamos reanudar nuestros domingos en  que tomábamos helados.Esos días son parte de un pasado remoto. Fueron suplantados por las madrugadas en las que mi padre recorre lenocinios, lugares en donde lo ilegal es moneda corriente, con la esperanza de rescatarme. Lo turba imaginar por lo que pueda estar pasando.Un mes antes de mi desaparición, mi hermano me obsequió un teléfono móvil por mi cumpleaños. Lo empecé a utilizar con total afición para sacarme fotos y acceder a las redes sociales, algo que no era del agrado de mi padre. “Yo pienso que en el celular alguien la ha visto, la ha contactado… cómo es bonita”, dice mi mamá.



FOTO DIEGO MONDACA

Aquel día, mi papá, un exjugador y árbitro de fútbol que hoy es transportista, nos llevó a mi hermana menor y a mí al colegio. Llegamos alrededor de las 7:30, me quedé con la pequeña a una cuadra de su escuela para comprar el material que necesitaba en la librería. Lo que mis padres no sabían era que ese día no había clases y me había puesto de acuerdo con unas amigas para ir a pasear.A mediodía no llegué a casa y mi celular ya estaba apagado. Las horas se hicieron madrugada y nunca aparecí.A primera hora del día siguiente mi mamá fue a preguntar por mí al colegio. Una de las amigas, con la que había quedado para ir a pasear, dijo que su madre no la dejó salir. Mi otra amiga contó que llegó al lugar donde habíamos quedado a las 9:00, pero que yo no estaba ahí.Inmediatamente, mi madre fue a presentar la denuncia en la División de Trata y Tráfico de la Fuerza Especial de Lucha contra el Crimen. El policía que la atendió le dijo “no creo que la hayan raptado, se ha debido ir con su cortejo”, y aconsejaron que la familia esperara 24 horas para ver si regresaba.Finalmente, sólo emitieron el conocimiento como persona desaparecida y les explicaron que “para denunciar había que presentar un sospechoso, sino no se puede”.El extracto de llamadas reveló que hablé con mis compañeras la noche anterior y que el teléfono se apagó a las 8:00 de ese día. “Si mi hija se hubiera ido, podía haber seguido usando el teléfono hasta mediodía, no nos habríamos dado cuenta”, dice mi mamá.Mi papá se propuso buscarme por su cuenta con el micro que conduce. Ha empapelado trancas, mercados y otros lugares con mis fotografías. Va a lenocinios para hacerse pasar por cliente, invita botellas de cerveza y trata de ganarse la confianza de sus trabajadores y los clientes para conseguir información sobre mi paradero.Afirma que dentro de algún tiempo “agarrará su mochila” para buscarme en las fronteras. Ambos decidieron que aunque la vida se les vaya en ello, seguirán buscándome hasta el último de sus días, si es necesario.Con el dolor y la madrugada, que ahora es su cómplice en esta cruzada por lograr justicia, me siguen buscando… “porque si ellos no lo hacen, nadie lo hará”. Valeria VacaMartínez ,la herida queno cicatrizaLa joven madre desapareció el 30 de marzo de 2014. Su padre capturó a un sospechoso sin ayuda de la Policía, que luego fue liberado bajo fianza. En su sencillez, no puede comprender por qué dejaron libre al hombre al que atrapó sin su ayuda.Soy la llaga que no sana en la existencia de mi padre. Él ha participado en el “jocheo” de toros en ferias desde que era niño y su cuerpo tiene marcadas cicatrices que casi le cuestan la vida, pero yo soy una herida en carne viva. Mi nombre es Valeria Vaca Martínez y desaparecí el 30 de marzo de 2014, tenía 18 años.La última vez que vi a mi hija tenía dos años y medio. Ella era mi motivación para estudiar –por aquel entonces cursaba el octavo de primaria en una unidad educativa de Montero– y es la principal razón por la que no desaparecería de la noche a la mañana. No la abandonaría; mi familia está convencida de eso.Según consta en la denuncia presentada ante la Policía, la última vez que hablé con mis padres por teléfono eran las 10:00 del domingo 30 de marzo. La lluvia y la humedad no daban tregua.Ellos estaban con mi hija en Santa Rosa del Sara (municipio de Sara). Pregunté si mi pequeña necesitaba algo, dije que les daría encuentro por la tarde. Nunca llegué, y cuando me llamaron el celular ya estaba apagado.Mi padre, Antonio Vaca Arteaga, es un hombre cuyo transitar por la vida fue presentarse de feria en feria para desafiar a la muerte vestido de torero y enfrentar cualquier cornamenta.Sentado en una silla de  mi cuarto, que hoy hace un poco las veces de depósito, su mirada queda ausente en dirección al viejo televisor, absorto en el silencio de un lugar que ya no habito.“Fui siempre callado y creo que mi carácter fue muy suave”, se dice a sí mismo. Apenas está recuperándose de las heridas que sufrió el año pasado. Casi muere después de la embestida de un toro en Oruro.Recuerda que cuando retornaron a mi casa en Montero, al día siguiente, no me encontraron. La última vez que me vio un vecino fue cuando “salía de casa con un bolsito” alrededor de mediodía de aquel domingo.Otros contaron que me vieron el sábado en la fiesta del aniversario de mi barrio, Villa Virginia. El 2 de mayo, la denuncia fue aceptada como rapto pero sin sospechosos. La incertidumbre y la angustia se convirtieron en constantes.

FOTOS DIEGO MONDACA

“Papi, estoy secuestrada”, le dije una semana después de que me contestó la llamada, antes de que la comunicación se cortara. La pena lo sobrepasó. A través del extracto de llamadas de su teléfono móvil, mi padre averiguó el nombre del propietario de la línea telefónica a través de la que hice la llamada. Los meses pasaron y las investigaciones no avanzaron.Mi familia averiguó en qué mesa votaba ese hombre en las elecciones municipales. Mi padre lo capturó y lo llevó a la Policía. Él declaró que me “tenía como esposa” en Peta Grande (municipio de San Pedro), pero cuando las autoridades fueron a buscarme a su casa, no me encontraron.El detenido cambió entonces su declaración y dijo que “nunca me había visto”. Estuvo más de un año en la cárcel y salió después de pagar fianza. Hoy nadie sabe dónde está. Mi papá tiene un documento que señala que fue declarado en rebeldía, pero sospecha de otro hombre que fue llamado a declarar y no se cansa de repetir que la Policía no le cree. En su sencillez, no puede comprender por qué dejaron libre al hombre que atrapó sin su ayuda.Ha decidido dejar el “jocheo” porque no puede curarse del todo, además “la pena y la impotencia no ayudan”. Antes de colgar el traje de torero, recorría las ferias del país con mi fotografía y un CD, en el que aparezco participando de un “jocheo”, siempre buscando datos sobre mi paradero.Pidió ayuda a los medios de comunicación y a abogados, pero como provengo de una familia pobre nadie hace nada para encontrarme. “Nadie más entiende ese vacío” que dejé.Mi madre cree que ya no estoy con vida, una sensación compartida por muchos. Mi padre se aferra al día en que regrese para “vivir la vida, que después de todo es linda”, aunque yo sea la embestida más brutal a la que le haya puesto el cuerpo. Mi hija tiene cinco años. En noviembre de 2017 se graduó de kinder. En el acto estuvo mi mamá, mientras que yo soy ausencia.“Deseaba morir por lo que me estaban haciendo”Alejandra (nombre ficticio) fue captada por tratantes a los 13 años con fines de explotación sexual comercial.“La vida es tan cruel cuando te mienten (…). Me vendían a hombres porque ellos buscan niñas vírgenes y te entregan porque pagan mucho”, dice Alejandra, que a los 13 años fue víctima de trata con fines de explotación sexual comercial.Alejandra, nombre que ella escogió para contar su historia, tiene 22 años y es de Warnes. A los 13 años dos personas, un hombre y una mujer, se ganaron la confianza de su familia y le ofrecieron trabajo como niñera en otra localidad.Dice que no recuerda con exactitud  a qué ciudad  fue llevada con la promesa de que el dinero que iba a ganar sería enviado a su familia de escasos recursos. Tiempo después, ella comprendió que los criminales buscan niñas “muy bonitas” que provienen de familias humildes porque son más fáciles de engañar, son vulnerables.“Si alguien les dice que va a ganar dinero, las chicas se arriesgan y son muy jovencitas, desde los 12 a los 21 años (…). La demanda masculina ha cambiado. Ahora buscan morenas, delgadas, de cabello largo, lacio y negro”, explica la directora de la Casa de la Mujer en Santa Cruz, Miriam Suárez.La recluyeron en una habitación durante aproximadamente un año. Sabía que había otras mujeres en aquel lugar, pero nunca las vio.Mientras pasaban los días entre esas cuatro paredes, recuerda que lo único que hacía era llorar y tener un pensamiento recurrente, que era como un grito que sólo escuchaba dentro de su cabeza: que alguien se acuerde de ella, “que alguien me vaya a buscar”, dice.Le daban una ínfima cantidad de dinero con el que pagaba la habitación y la poca comida que le proporcionaban. Al final, se quedaba sin nada. El supuesto pago era parte del engaño mediante el cual los tratantes le hacían creer que ella les resultaba debiendo dinero.

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“Me sentía derrotada, toda destrozada por la vida que estaba llevando. A veces deseaba morir por lo que me estaban haciendo, por lo que me estaba pasando (…). Los hombres hacían lo que se les antojaba con mi cuerpo”. Ahora comprende que era “vendida como un objeto”, que era violada varias veces al día por hombres que hasta triplicaban su edad.No sabe en qué circunstancias la Policía llegó al lugar, pero cree que los tratantes cometieron algún error que dejó en evidencia que “robaban a menores de edad” para ganar dinero a través de la explotación sexual. Tiempo después llegó a la ciudad de Santa Cruz, donde recibió ayuda psicológica, algo que reconoce fue de gran ayuda. Su madre  quedó muy afectada al enterarse de todo lo que le sucedió.La directora del Centro de Capacitación y Servicio para la Mujer, Patricia Bustamante, manifiesta que son pocas las víctimas que logran escapar de la  trata, que se animan a denunciar el delito y si lo hacen no dan continuidad al proceso por temor a represalias. Enfatiza que la Ley 263 tiene una falencia en cuanto a la protección de las víctimas menores de edad. “En las ciudades intermedias en las que se logra abrir un proceso por trata no se cuenta con cámara Gesell para que den declaraciones”.Alejandra ahora estudia Enfermería porque quiere ayudar a la gente, mientras que la felicidad es una sensación esquiva. “Trato de superar las cosas que he pasado”, dice, pero  no siempre puede.Cree que contar ese año de su vida puede servir para que otras niñas no sean presas fáciles de delincuentes y tratantes. Aún reconstruye su experiencia traumática plagada de silencios pues teme decir algunas cosas y proporcionar datos que ha olvidado en defensa propia.Cómo se captan personasLa División de Trata y Tráfico de la Fuerza Especial de Lucha Contra el Crimen establece tres principales formas  de captación de víctimas para la trata: redes sociales, agencias de empleo y anuncios de empleo publicados en los periódicos.Enamorarlas. Los tratantes hombres  pueden  enamorar a sus víctimas durante cierto periodo de tiempo. Posteriormente, señalan que deben mudarse a otra localidad o país. Una vez que están supuestamente establecidos, invitan a las víctimas a que los visiten o se muden con ellos.Este trabajo fue realizado con el apoyo del fondo Spotlight que otorga la Fundación para el Periodismo en Bolivia (2018).