El poeta cruceño Raúl Otero Reiche, en su Canto al hombre de la selva, dice: «Tengo en los ojos los diamantes de nuestras minas de Chiquitos, la cólquide oriental, la que da chonta para el arco y guayacán para la hoguera». Un homenaje a la tierra que es el tesoro cruceño. Isabel Mercado / La Paz
El monte, los cerros, los ríos, los peces tienen Jichi. Todos los animales que existen en la naturaleza tienen su Jichi. Este se enoja, y como dueño sale a reclamar, por ejemplo, cuando un cazador caza indiscriminadamente a los animales del monte, cuando lastima sus árboles.¿También cuando se quema?Santa Cruz, en su vastedad, conserva latente su vínculo con el campo, con la tierra. Ya no como antes cuando el monte lo ocupaba todo y todo se trataba de aprender a lidiar y convivir con él. Ahora, hace algunos lustros, es una relación mediatizada por el propósito que tiene para el cruceño el campo: su lugar de trabajo, de progreso, origen, paseo, expansión, eterno retorno y referencia.Y es un poco de todo esto lo que representa ese territorio llamado ampliamente Chiquitania. No es un pueblo, ni un lugar, es un espacio, punto de partida y llegada de una identidad.
Por eso, ahora que este órgano vital de la cruceñidad ha sido afectado, a fuego y duelo; ahora que es 24 de septiembre, Página Siete recoge tres miradas y sentires sobre la Chiquitania.
“Vengan, admiren, asómbrense de nuevo”, pide Gabriel Ichaso, activista y feminista; “cuántas veces, respirando el aire de la noche, he pensado que en Chiquitos quisiera vivir y morir”, dice la poeta y escritora Claudia Peña; “no será Santa Cruz la misma después de este desastre que golpea al corazón mismo de su génesis, la Chiquitania”, añade el periodista Tuffí Aré.Este 24 de septiembre, los bríos acostumbrados para festejar no son los mismos. El fuego ha dejado, más que cenizas, dolor.—————————————“Lo que el fuego nos dejó”Gabriela IchasoLa Chiquitania sufre, es verdad. Los incendios consumen sus bosques, sus montes y sus pastizales naturales. Hay miles de bomberos forestales, voluntarios y soldados rasos arriesgando el pellejo para apagar los focos de fuego por vía terrestre, a pesar de que cada día la asistencia aérea es menor y que la ayuda con víveres y logística disminuye.
La cadena humana de combate tambalea de agotamiento. Ninguno tiene una vida de repuesto, están reventados pero nadie desiste. La única opción válida es seguir hasta vencer a la última brasa encendida o que tres días de lluvia lleguen cuando Dios mande.
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Un tiempo antes, a principios de 2019, como si se tratara de algo impostergable, decidí recorrerla alejada de su versión turística tradicional. Las Misiones franciscanas y jesuíticas se convirtieron en mis lugares en el mundo.En ese mundo. Otro mundo. Donde el patrimonio de la humanidad vive afuera de las encantadoras iglesias, en su plaza, sus casas bajas de adobe y puertas de cuatro hojas, sus calles de tierra colorada, sus lomeríos, sus serranías, sus bosques secos, sus montes mágicos, su gente de sonrisa amplia y sin más apuro que de lo mínimo y necesario, sus niños que saludan a propios y a extraños cuando van y vuelven de clases, estudian violín y canto, mientras las madres entretejen hamacas, invitan chicha camba (sin alcohol), café, refresco de tamarindo, pan amasado.Un mundo que usa sólo lo que necesita, que le deja a la Naturaleza lo que es de ella para que le siga brindando lo mismo que desde hace mucho más de 500 años. Un mundo al que llegó Dios a convivir con los dueños del monte, el Ñanumaite, en Nupayaré, el Hichio, el Jichi; con las orquídeas, el paquió, el curupaú, el pesoé, el copaibo y tantos árboles y plantas que les proveen agua, oxígeno, frescor, belleza y medicina; con sus tigres, urinas, pejichis, sicurís, tucanes, taracoés, lagartos.El fuego atacó a la Chiquitania, pero ninguna de las 313 comunidades nativas ni sus centros urbanos han sido afectados en su poblado.
Su mundo ha sido violentado, roto el vínculo ancestral con el bosque y su naturaleza. El despojo, la quema y la invasión de otras culturas atentan contra su existencia.
Debemos sumarnos a la causa común de la reparación, la resiliencia, el retoño de su vida.Esta es una invitación al turismo solidario, a vivir y saber qué defendemos.A tomar la pequeña decisión de subirse a una flota o a un vehículo y llegar. Viajar a entender una forma de vida en extinción, que no tenemos derecho a dejarla en manos de la indolencia que nos llevó a perder gran parte de nuestra identidad en la gran ciudad.——————————–Vengan a la Chiquitania Un día. Un fin de semana. En cuanto puedan. Las veces que puedan. El tiempo que puedan. Conozcan. Escuchen. Admiren. Asómbrense de nuevo.Descansen disfrutando del silencio. Coman local y simple: lo que hay. Es delicioso.
Hospédense en hoteles, hostales, posadas, casas. Sencillo, como se vive acá.
Llévense un pedazo quemado para no olvidar y un producto hecho por manos chiquitanas para recordar.La economía de las comunidades locales se los agradecerá.Amen esta tierra de gente buena. Hagamos de nuestras voces un testimonio de fe con nuestros actos en el lugar.“Cuando vayas a Chiquitos”Claudia Peña ClarosCuando yo era joven, decíamos “Chiquitos”, y era una especie de novedad, por lo menos para mí. Por motivos familiares y laborales, con mis padres conocíamos el norte integrado y los valles.En esos espacios transcurrían las vacaciones, los feriados y los días mágicos.Después conocí Chiquitos, que es diferente de todo.Cuando vayas, tienes que saber, en primer lugar, que todo lo que ves es real.
Son reales los olores del día, que van cambiando con la hora; y son reales las plazas, con el murmullo de la gente o en el silencio de las tardes; pero también son reales los árboles, que se alzan con la certeza que da la abundancia; y las personas en su ir y venir.No hay engaño en lo que te ofrecen, en lo que te cuentan, en lo que te dan, con la generosidad más grande.En segundo lugar, cuando vayas tienes que saber que la armonía de las casas, el pasto omnipresente, la limpieza de las calles, no son casuales. Así es el alma chiquitana, como lo que ves y sientes.Fruto de complejos procesos históricos, Chiquitos es el resultado de la fusión, no fácil y sí dolorosa, de decenas de naciones indígenas que antes habitaban en estas tierras.Es un misterio que esas múltiples historias hayan resultado en uno de los lugares más bellos del mundo.Cuántas veces, respirando el aire de la noche, he pensado que en Chiquitos quisiera vivir y morir. No es porque sólo conozca una versión idílica de esta tierra, no.Las desigualdades, la lucha por la tierra, las injusticias contra las poblaciones indígenas, el desmedido poder de unos pocos (incluyendo a ciertos representantes de la Iglesia Católica), los sucesivos paternalismos, conviven junto a la resistencia de los modos chiquitanos, de las lomas verdes, de las lagunas encantadas.Y precisamente por eso, por lo que persiste y se reproduce, a pesar de todo, la Chiquitania es una región para cuidar y preservar, un mundo del cual aprender la armonía y la belleza como algo que se tiene y se respira, así, porque sí.Ojalá nosotros, los afuereños que nos peleamos y discutimos, que sentimos tantas pasiones y rabias, tengamos la altura para apoyar la regeneración de la vida después del fuego. Ojalá que no le fallemos a la naturaleza, que en Chiquitos ha sabido manifestarse por sobre nuestras mezquindades, por lo menos hasta ahora.
Ojalá no le fallemos a los chiquitanos, con su bésiro, sus historias, su esperanza, su confianza en habitar el paraíso.—————————————“Ánimo a nuestra Chiquitania”Tuffi AreNo hace casi 20 días se acaban de recordar los 33 años del crimen de Noel Kempff Mercado en la meseta de Caparuch. Pocos han evocado esta tragedia que provocó hace tres décadas un tsunami en las estructuras sociales de Santa Cruz.Hay un corte en la historia cruceña por ese septiembre. Un antes y un después. Tuvo que ocurrir el asesinato del admirado profesor para darnos cuenta del tenebroso avance de las mafias del narcotráfico en nuestra joven sociedad. Desde entonces nunca más los traficantes eluden aquí la condena social por el daño que hacen a la humanidad.Los septiembres cruceños no parecen sólo ser de festejos, sino también de tsunamis sociales, casualmente con epicentros localizados en el mismo lugar. 33 años después del crimen de Noel Kempff Mercado, en los alrededores del parque chiquitano tenemos otro tsunami que remueve las estructuras del hervidero social y político que es en estas últimas semanas Santa Cruz. Cientos de jóvenes acuden desesperadamente a apagar los incendios que devoran sin piedad el valioso bosque y la fauna chiquitana, vitales para la vida futura de la humanidad.Miles de indignados descargan su bronca contra la clase dirigente por haber permitido el inaceptable desastre. Los más enojados han salido a las calles y otros han descargado una inédita interpelación a los poderes nacionales y locales, hundidos en una de sus peores crisis. No será Santa Cruz la misma después de este desastre que golpea al corazón mismo de su génesis, la Chiquitania.
Ha tenido que repetirse ahora una tragedia ambiental no sólo para tomar conciencia y defender nuestros recursos naturales, sino para concentrar nuestras miradas en el patrimonio cultural que tenemos en el sudeste cruceño.San Javier fue el primer pueblo chiquitano que conocí hace 20 años. Viajamos entonces atraídos por emprendimientos turísticos nacientes como las cabañas Totaitú, una deslumbrante novedad que pretendía aprovechar la riqueza natural y cultural de esa maravillosa zona. Un monumento a Germán Busch, Hugo Banzer y José María Velasco, los tres únicos presidentes de origen cruceño en la historia de Bolivia, destacan en el paso por el pueblo de San Ramón, por el que se entra a la inmensa región chiquitana.Algunos feriados me han permitido luego disfrutar de la inolvidable iglesia de Concepción y la de San José de Chiquitos, edificaciones vivientes de las misiones jesuitas que trajeron el evangelio a la cuna de la cruceñidad. Más tarde una larga travesía hasta la frontera con Brasil me ha permitido tocar el cielo del paraíso con las vistas de San Ignacio de Velasco, Roboré, Chochis y Aguas Calientes. Hace cinco años el periodismo me permitió acompañar a Mario Vargas Llosa en su visita a las principales iglesias de las misiones jesuíticas. Ha sido la pluma del Nobel la que retrató con una exactitud magistral parte de este patrimonio cultural de la humanidad. “Las mujeres y los hombres de esta tierra no han perdido eso que se llama la identidad. Tienen vivo su idioma, sus danzas, sus atuendos; y sus costumbres y creencias han ido evolucionando de modo que pueden participar de las oportunidades de la vida moderna, sin dejar de ser lo que fueron, lo que siguen siendo en ese marco multicultural que son Bolivia y todos los pueblos andinos. Visitar la Chiquitania muestra a los visitantes que Beethoven y los taquiraris, o la silueta del jaguar y los arpegios de una cítara, pueden entenderse, coexistir y transubstanciarse”, escribe el Nobel.Animo en estos tiempos de fuego y de tsunami septembrino a la rica tierra del soñado Dorado, que dio origen hace siglos a la fundación de Santa Cruz. Fuente: paginasiete.bo