https://youtu.be/jMOBj6GsYd0ENFRENTAMIENTOS PUMAKATARI
Crónica: El domingo 25 de agosto será recordado como el día en que los vecinos de La Paz, en solitario, ganaron a choferes que se armaron de piedras, palos y chicotes.
En Kellumani los choferes querían –además– matar gente. Las piedras que lanzaron desde un pequeño cerro eran del tamaño de pomelos. En segundos, ante tanto sadismo, los vecinos entraron en pavor y muchos usaron el Puma como escudo. Otros, cubriéndose la cabeza con lo que podían, corrieron horrorizados detrás de la larga pared que demarcaba aquel lote baldío, que cobija unos enormes eucaliptos. En ese lote se atrincheró aquel grupo de delincuentes.
Llovían las piedras. Ya no sólo del cerro, sino del lado de los choferes que bloqueaban el puente de Huayllani, a unos 300 metros de donde estaba el bus. En ese momento, los vecinos buscaban una salida desesperada: tomar las piedras que caían por decenas y devolverlas. Comenzó la guerra. Los transportistas comenzaron a recular.
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Los vecinos eran –quizá– unos 1.500, y los choferes, cientos. Pero algo hizo que los choferes mostraran más poder: estaban armados de piedras, palos y chicotes. Los vecinos no llevaban nada. ¿Por qué? Porque en todo momento se pedían, a gritos, entre ellos, no tomar piedras y no responder a las provocaciones. “Hermano comunario, el Puma es para ti”, respondían en coro a los insultos. Levantaban las manos, las batían, en señal de que no querían violencia.
Un chofer (foto, derecha), quien estaba en la lista de detenidos y juzgados, bramaba a sus anchas, frente a los vecinos. Los carajeaba, insultaba. Y no estaba ebrio. “Sobre mi cadáver van a pasar, carajo”, dijo. Era el incitador, el que no dejaba de provocar.
Otro chofer, con un fierro amarillo que se usa para la instalación de gas, también vociferaba. Amenazaba. “¿De dónde has tomado ese fierro? Te estamos filmando, maleante. Robaste ese fierro para venir acá”, le gritó una vecina.Una mujer de pollera, con un sombrero de tela, llevaba una piedra en la mano derecha. Una del tamaño de una naranja. De rato en rato hacía el amago de lanzarla. Chillaba, maldecía.Una adolescente, de sólo unos 15 años –probablemente la hija de un chofer– no dejaba de refunfuñar. “No van a pasar, mierda”, disparó. Nadie le respondía. Otra joven mujer, de unos 20 años, también de su bando, no cesaba de vociferar con la mano izquierda levantada, cual si fuera una dictadora, y con un palo en la mano derecha.
“No les respondan”, exhortaba una mujer del frente. “Puma, Puma, Puma”. Esta frase se convirtió –en adelante– en la respuesta. Esa frase sirvió para ahuyentar los improperios. Esa frase se repetía cada vez que los motores rugían en señal de avance.
Fue cuando el “Pumita” sufrió roturas. Hubo vecinos que lloraban al escuchar los sonidos de las piedras. Cada impacto sobre el Puma causaba gritos de impotencia. Los vecinos se juntaron en masa para protegerlo, pero en un instante vieron cómo los vándalos lo destrozaban.Eso los armó de coraje. No se dieron por vecinos y avanzaron, entre las piedras. Se organizaron. Arriesgaron sus cuerpos. Se dirigieron hacia los choferes y los hicieron retroceder. Porque eran más. La gente lanzaba gritos de júbilo con cada metro que avanzaba el bus. Llegaron al puente, donde había una fogata gigante en una ruta que parecía un campo de batalla. Minutos antes, lo fue.
El Puma cruzó sobre la fogata. Avanzó, cruzó. Al otro lado, la gente salta con las manos en alto. Lloraba y aplaudía y se enfrentaba a otro grupo de choferes, quienes estaban apostados en el otro cerro, desde donde también comenzaron a lanzar piedras.
El Puma avanzó… lágrimas de alegría. Bronca, pero júbilo por la primera partida.Sólo minutos después, la Policía agarró a un chofer, a uno de los agresores. La gente lo rodeó, lo insultó. Un hombre grande se puso en frente de él y le dio un puñetazo. La gente lo aplaudió. Uno de los policías quiso detener al que propinó el golpe, pero la gente comenzó a abalanzarse hacia el Policía.
El vecino que propinó el golpe estaba al borde del llanto. Al menos él encontró en ese acto un desahogo. Quizá toda la gente que presenció la escena drenó su rabia en esa trompada.
Los vecinos ganaron. Los choferes que lanzaron las piedras a matar –a quienes su máximo dirigente llamó “héroes”– huyeron cual ratas a esconderse en sus madrigueras para, en la madrugada del día siguiente, volver a sus andanzas.Los vecinos nunca bajaron la guardia. Costó dolor, lágrimas y coraje abrir el camino al primer PumaKatari, que ya muestra su elegancia y disciplina en las rutas de Achumani que hasta ahora eran gobernadas por una dictadura sindical. Página Siete / La Paz / Alcides Flores