¿A quién deberíamos vacunar primero?

 

De acuerdo con la OMS, cada 24 horas mueren cerca de seis mil personas de Covid-19 en el mundo. Y para los expertos, los países que no han participado en los acuerdos de compra anticipada o que no fabrican dosis en casa, tendrán que esperar un buen tiempo, mientras sus súbditos seguirán muriendo y sus economías también. Y los países que son pobres social y económicamente, tendrán que esperar muchísimo más tiempo que los demás y cuándo les llegue las dosis, será probablemente muy tarde. Entonces, ¿qué deberíamos hacer?



Entre las escasísimas certidumbres que tenemos en esta pandemia, está una que a más de uno le deja la boca desabrida: en una primera fase, al menos, las dosis de vacunas no alcanzarán para todos.

Lo que hay son pugnas políticas, luchas sociales, conflictos, peleas intestinas y el mundo cayó – de hecho, ya lo comprobamos con los suministros médicos, las mascarillas y otros insumos – en un gigantesco mercado persa que funciona sin reglas, de acuerdo con el mejor postor, al mejor lobista o a la mejor capacidad de dar coimas para estar en primera línea. Sin saber, con seguridad, si lo que compra tiene o no, además, garantías de calidad.

Pero, al parecer, no todo estaría perdido. La Organización Mundial de la Salud, tiene una propuesta que se sujeta en el principio de que mientras no sobren las dosis, las vacunas se deberían distribuir en tres fases y de forma proporcional a la población de cada país: un 3% en una primera fase; luego, inocularla al 20% de la población, en una segunda oleada y; tercero, llegar al 60% de la población en etapa casi final.

Suena bien y parece lógico, pero dónde está el problema. Por una parte, la pandemia no está afectando de manera pareja a todos por igual. Por ejemplo, mientras en España, con 47 millones de habitantes, se está acercando al medio millón de casos, Polonia, con 38 millones, apenas tiene 68.000, casos. Lo mismo pasa en nuestra región. No podemos comparar a Brasil por su densidad y tamaño con Perú, Ecuador y Bolivia o Paraguay.

Esto quiere decir, como segundo elemento, que los países más densamente poblados se llevarían la mayoría de las vacunas, en desmedro de aquellos más pequeños, más pobres y cuyos índices de mortalidad son altos.

Es acá donde surgen los planteamientos a considerar. Primero, que se debería tener una mirada más cualitativa que cuantitativa. Esto quiere decir, que quienes debieran ser vacunados antes que todos son aquellos que están más expuestos al virus: médicos, enfermeros, personal sanitario, mayores de 65 años, población en riesgo alto que padecen de enfermedades de base y cuyas vidas están en mayor peligro que otras.

Pero para los profesionales en ética de la salud estaríamos frente al surgimiento – muy severo – de nacionalismos sanitarios altamente abusivos y que, sin importar una repartición lo menos desigual posible, buscarán sacar el mayor provecho posible, movidos más por un interés meramente político que de salud pública. Caso concreto el de Estados Unidos y su compra monopólica y “electoralista” de remdesivir. O Rusia y su vacuna Sputnik, cuyos efectos y pruebas científicas en humanos no son del todo claras.

Lo triste es que estamos frente a una corriente nacionalista de la salud para nada ética. Primero fue el acaparamiento de mascarillas, ventiladores, guantes de látex, insumos médicos y luego, fuimos entrando en la locura de los posibles medicamentos para luego entrar en la lucha por ser los primeros en tener la vacuna. Baste un ejemplo, durante la pandemia de gripe A durante el 2009, la vacuna llegó en apenas siete meses, después de la muerte de cerca de 300 mil personas, pero los países ricos acapararon el 90% de la producción.

Entonces, el debate ético sanitario está abierto: ¿A quién deberíamos vacunar primero? Le pregunto ¿Usted cree que su madre, su esposa o su hija vale más que una madre con diabetes, una esposa con cáncer o la hija del vecino con hipertensión? Saque sus propias conclusiones y verá si lo mueve un principio ético o un individualismo.