Palizas, listas negras y condiciones insoportables: el verdadero origen del Día de la Mujer

A finales de 1909 se produjo en Nueva York ‘El alzamiento de las 20.000’, la mayor huelga de las trabajadoras del textil jamás vista, cuya lucha marcaría el incipiente Día Internacional de la Mujer Trabajadora.

Clara Lemlich

Las mujeres buscaban una causa que las uniera a principios del siglo XX. En Estados Unidos, el Partido Socialista Internacional había tenido una idea en 1909: celebrar en el último domingo de febrero (tenía que ser domingo, para que las trabajadoras pudiesen participar) el Día Nacional de la Mujer. La idea era reclamar mejores condiciones laborales para las mujeres, algo especialmente significativo en Nueva York, donde eran una fuerza de trabajo tan relevante como silenciada: jóvenes, inmigrantes y en un alto porcentaje analfabetas, el Día Nacional de la Mujer pondría en común su fuerza y activismo (y, de paso, tendería la mano a las sufragistas, que hacían la guerra por su cuenta). Ese primer Día pasó sin pena ni gloria, pero la idea ya estaba ahí: las mujeres podían protestar y exigir por su cuenta. El día conmemoraba una de las primeras manifestaciones masivas, ocurrida en 1908, de las trabajadoras del textil de Nueva York, bajo el paraguas de su primer sindicato propio, La Women’s Trade Union League, que todavía vivía sus primeros años.

La industria textil estaba en su mejor momento en esos años y en esa ciudad, si eras empresario: facturaba cerca de 50 millones de dólares de la época al año. Si eras trabajadora, la cosa empeoraba un poco: las jornadas eran de hasta 75 horas semanales, el sueldo era un ínfimo porcentaje del de los hombres («unos seis dólares a la semana», en palabras de Clara Lemlich, una de nuestras protagonistas de hoy. A las mujeres se las consideraba permanentemente aprendizas; los hombres podía cobrar unos siete dólares al día como operadores), los capataces humillaban y manoseaban, y el trabajo en muchos de los más de 500 talleres se producía entre rejas, o encerradas por puertas de acero de las que sólo los capataces tenían la llave. No podían ni ir a mear solas. Tenían media hora para comer en jornadas que podían prolongarse 13 horas. Al final de cada día, las sometían a registros invasivos para comprobar que no se hubiesen llevado ni un trocito de blusa.



Tampoco tenían voz propia dentro del sindicato sectorial: pese a que de los cerca de 30.000 trabajadores de las fábricas de blusas, más de 20.000 eran mujeres, los hombres eran los que llevaban la voz cantante en el Local 25, la división de camiseros y camiseras del sindicato del textil. Los hombres pedían más sueldo. Las mujeres, para empezar, cobrar lo mismo que los hombres. Y menos horas, y trabajar en fábricas que no fueran insalubres y unas cuantas condiciones que podríamos considerar, en términos de salario emocional, como simple dignidad. Llevaban años haciéndolo. Cada año, varias huelgas, siempre locales, siempre circunscritas a la fábrica de turno, se reventaban con una mezcla de complicidad policial y agencias «de detectives», contratadas para reventar los piquetes, y a quienes lo componían.

El 22 de noviembre de 1909, Clara Lemlich pidió la palabra en la reunión del Local 25. Hablaba yiddish, era judía, de una familia emigrada de Ucrania. Tenía 23 años, el pelo corto como casi todas las activistas sindicales marxistas de la época. Se había afiliado en 1906 al sindicato y en cada uno de esos años había protagonizado al menos una huelga. Una por cada taller en el que había trabajado. Los dueños del último, la Triangle Shirtwaist Factory, no se habían tomado muy bien el inicio de la última: el 22 de septiembre de 1909, un delincuente, un boxeador callejero y otro puñado de «detectives» contratados por el patrón la agarraron a solas a la salida de un piquete y le pegaron una paliza en mitad de la calle. Lemlich, lejos de acobardarse, lucía las magulladuras y las costillas destrozadas (seis) como un símbolo de la lucha.

Así que cuando Lemlich pidió la palabra, tras varias horas de hombres hablando de que había que ser «prudentes» a la hora de plantear una huelga general, estaba un poco harta: “He escuchado a todos los que han hablado y no me queda paciencia para seguir callando. Soy una chica trabajadora, una de las que ya están en huelga contra condiciones intolerables. Estoy cansada de oír a aquellos que sólo dicen vaguedades. Estamos aquí para decidir si hacemos huelga o no. Y yo propongo que vayamos a la huelga general”. Su entusiasmo –»no sabía nada de activismo, sólo tenía audacia», contaría años después– incendió la reunión y llevó al «Alzamiento de las 20.000», la manifestación de las trabajadoras del textil que pondría inicio a esa huelga general. La huelga se prolongó hasta febrero de 1910, con pequeños grandes logros (la semana de 52 horas, por ejemplo), justo a tiempo para celebrar el segundo Día Nacional de la Mujer, y unir por fin a trabajadoras, sufragistas y socialistas bajo el mismo paraguas. «Estas chicas sin experiencia», escribía la prensa local, «han demostrado que las mujeres pueden protestar, y que pueden protestar con éxito«. En Dinamarca, en la reunión de la Internacional Socialista, la política socialista alemana Clara Zetkin propuso llevar esa protesta estadounidense al resto del mundo. No había una fecha concreta, pero más o menos todos los países decidieron que el último domingo de febrero era el referente.

El tercer Día Nacional de la Mujer (el primero Internacional), tuvo un corolario terrible: el 25 de marzo de 1911, ardía la Triangle Shirtwaist Factory, la misma que había encargado que molieran a palos a Clara Lemlich (para entonces ya en una lista negra que impedía que la contratasen en ningún taller. Por pedir). Murieron 146 personas, 123 mujeres y 23 hombres. Las puertas de acero candadas impidieron que las víctimas pudiesen escapar. Las que pudieron, se arrojaron por las ventanas del taller, que ocupaba las plantas 8 a 10 de un edificio de Manhattan. La fábrica era una de las pocas que no había acordado mejores condiciones tras la huelga general de 1909-1910. Sus representantes sindicales, casi todos hombres, habían ignorado las quejas de mujeres como Lemlich.

El incendio marcó un antes y un después: reconocimiento sindical, inspecciones laborales y nuevos organismos laborales en todos los niveles antecesores de lo más parecido al estado de bienestar que ha tenido Estados Unidos en su vida: el New Deal con el que Roosevelt sacó a Estados Unidos de la Gran Depresión. Por su parte, el Día Internacional de la Mujer también tuvo otra efeméride sangrienta y otro hecho histórico relevante, pero esta vez en Rusia: el último domingo de febrero de 1917 (según el calendario ruso de la época, el día 8 de marzo en el nuestro), decenas de miles de mujeres tomaron las calles de Petrogrado para pedir la salida de la Primera Guerra Mundial, al grito de «Pan y Paz», en el marco del Día Internacional de la Mujer. Una manifestación convertida en terribles protestas, la orden del zar al Ejército de abrir fuego contra la muchedumbre (algo que, al contrario que en 1905, la mayor parte de los soldados eligió desobedecer) y el control de la ciudad por parte del pueblo. Una semana después del Día Internacional de la Mujer de 1917, el zar Nicolás II abdicó, abriendo el camino definitivo a la Revolución Soviética que estudiamos en el colegio. La de octubre. La protagonizada por hombres.

Fuente: revistavanityfair.es