De abril del 2020 a mayo del 2021, el país lloró la muerte de 14.000 personas. El diagnóstico: Covid-19 y sus respectivas consecuencias: pulmonías, pulmones afectados y destruidos, además de las enfermedades llamadas de base: cáncer, diabetes, hipertensión y otras.
Son los nuevos muertos, solo tomando en cuenta la pandemia, cuyas cifras irán en aumento y que nos informan en vivo y directo, mientras nos concentramos en nuestros celulares, tomando un cafecito o comiendo una sopita de maní. Esta cantidad de muertos es para vomitar y que nos golpee hasta el orto.
En 365 días, en Bolivia se han registrado entre 35 a 40 personas que fallecían por día, como consecuencia principal de estar con el virus del Covid-19 en sus organismos, ante el cual la medicina ni los remedios caseros pudieron hacer algo. Quizás tampoco las cadenas de oración que han ganado las redes sociales y los grupos de WhatsApp. En estos tiempos Dios está muy ocupado atendiendo tantas plegarias y llantos, quien con seguridad requiere de una ayudita para afrontar la mortal pandemia que pone en la picota a la humanidad. Esa ayudita dependerá de cada uno de nosotros, los mortales, haciendo una sola opción: la vida, siempre la vida, y para ello, ser más responsables, honestos y disciplinados con el acatamiento de las normas sanitarias y de bioseguridad que de forma permanente vienen repitiendo las autoridades y los especialistas.
Nuestros muertos, si de cada una de las familias bolivianas a los cuales debemos añadirles los asesinados, los suicidios, los accidentes de tránsito, la prevalencia de enfermedades consideradas letales como el cáncer, el VIH Sida, la tuberculosis y muchas otras, que también han mandado al cementerio a cientos de amigos y familiares. O sea que son más de 14.000 nuevos hombres y mujeres que ya no están con nosotros. Estarán en el paraíso en el infierno o en el purgatorio.
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Triste morir en pandemia, solos o casi solos. Los necrológicos y los sentidos pésames inundaron las redes sociales. No se reunieron los amigos para dar las condolencias a la familia, no hubo las charlas interminables en los salones velatorios, no hubo cafecito ni sándwich para despedir al difunto, va el cortejo fúnebre con algunos autos. Solos. Tu muerte y tu soledad juntos. Solo los familiares más cercanos estuvieron en el último aliento de vida que te quedaba y partir para siempre. Llegaron apresurados el Pastor, el sacerdote, la monja para darte los santos óleos y la última oración.
Mira esta reflexión que nos hace Dalton Trumbo en su libro Johnny cogió su fusil: “Nos alejamos de ellos; apartamos los ojos, los oídos, la nariz, la culpa ¿verdad? La muerte nos espera también a nosotros. Tenemos un sueño por delante, la más pura de las esperanzas, y es preciso que la busquemos y la encontremos antes de que o oscurezca”, precisamente para darnos pie a interpelarnos a cada uno de nosotros, los que aún seguimos con vida y luchando cada día que pasa, para que no nos alcance la obscuridad y nos aferremos a la luz.
Pero desde hace un año las autoridades y médicos nos vienen repitiendo como el Padre Nuestro de la responsabilidad compartida en la lucha contra la pandemia, en el rol que cada individuo y cada familia debe asumir para afrontar los riesgos, pero al parecer hemos escuchado al revés y prueba de ello son las dramáticas cifras de los más de 14.000 muertos y los más de 330.000 contagiados por el virus del Covid-19 en un poco más de un año.
Es así que no habrá cuarentena rígida que aguante, ni horarios de restricciones que se impongan, ni policías en las calles, ni sanciones a los locales nocturnos y boliches que aglomeran a jóvenes y adultos, mientras no seamos capaces de amar lo poco de vida que nos queda, los minutos de familia que nos pueden sobrar y de colaborar en la sociedad donde nos desenvolvemos.
Ojo que luego no te preguntes, ¿por quién están orando? o ¿por quién las redes sociales están informando que alguien está en terapia intensiva, intubado o en las últimas? O ¿por quién están pidiendo plasma de sangre o tanques de oxígeno? que ese alguien podría ser tu hermano, papá, esposa, hijo o vos mismo.
Así como dice el escritor John Donne, que las campanas están sonando por alguien: “La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy una parte de la humanidad, Por eso no quieras saber nunca por quién doblan las campanas; ¡Están doblando por ti…!”.
Haz los esfuerzos para que esas campanas no estén tronando y no sean por un amigo, un familiar o por tu vida.