De fango y sangre, a otro fango también con sangre

Erich Remarque lo predijo en su novela “Sin novedad en el frente”, donde narró el pensamiento de un soldado raso durante la Primera Guerra Mundial: “Mientras ellos seguían escribiendo y discurseando, nosotros veíamos ambulancias y moribundos; mientras ellos proclamaban como sublime el servicio al Estado, nosotros sabíamos, ya que el miedo a la muerte es mucho más intenso. Nos sentimos solos de pronto, terriblemente solos; y solos también debíamos encontrar la salida”.

Pareciera que, desde siempre, Bolivia es esa tolvanera de desgracias, peleas intestinas, odios y rencillas, racismo y discriminación; pugnas ciegas por obtener poder para romper con todo lo que el antecesor construyó y, no contentos con la demolición, se debe perseguir y encarcelar sin remilgos al “enemigo” político. Es una borrasca maldecida y eterna sobre la cabeza de los bolivianos y, de la cual, debemos librarnos solos, porque estamos terriblemente solos e indefensos.



Ya en su momento, Heidegger, advertía hace más de cuarenta años atrás, que no hay escapatoria posible al palabreo de los políticos y a la inevitable trampa de que la luz monopolizada por los politiqueros y funcionarios de turno, lo “oscurezca todo”.

Son tiempos violentos donde unos discursean desde sus podios chiscones; otros vociferan sus lenguajes lábiles, malsanos, camuflan realidades, manipulan hechos, tergiversan informes y, claro, por supuesto, culpabilizan a los opositores y a todos los que se pueda, sobre todos los males del mundo. Incluidas sus miserables vidas.

El grave problema es que estos desalmados de siempre – espíritus graves y de menor estofa – son una constante en nuestra historia. Ni siquiera se diferencian por su originalidad en su accionar público o postura ideológica, por lo demás hueca (más allá de sus caricaturescas conductas y ropajes), todos son, a la postre, corruptos, odian las libertades y derechos de los ciudadanos, porque se contraponen con sus ambiciones abotargadas de poder totalitario y creen, desde su batiburrillo, que son intocables y dueños de la absoluta verdad. Se entronizan sin pudor alguno y hasta llegan a creer que podrían levitar por sobre nuestras cabezas como alguna especie de deidad burda.

Vivimos tiempos de odios continuos. Cíclicos. Y la rueda de desalmados suben y bajan del poder. Unos más tóxicos que otros, pero todos, al final de cuentas, hombres y mujeres oscuros.

Lo que olvidan estos jamelgos de la política es todos están llamados por ley y, además, por principios éticos, a regir su accionar dentro de la transparencia, honestidad y honorabilidad. Conductas que para muchos funcionarios públicos son parte de una dimensión desconocida o fantasía inventada. Para ellos es un mito o, peor aún, una trampa imperialista comportarse – en rigor – apegados a la norma.

Cicerón defendía que el reconocimiento a un funcionario público debía sustentarse en la excelencia de su obra y, además, por “haberse puesto a prueba en la vida” para salir incólume del dinero fácil y del mal ejercicio de la violencia desde el poder público. Un laudatio a la grandeza de la persona.

Si quisiéramos aplicar esta clase de reconocimiento, en Bolivia la regla sería al revés. Los reconocimientos ensalzarían el accionar más indigno de los funcionarios públicos; al ladronzuelo más eficiente de turno, a la viveza mayor o al gran violador de leyes, o a quien tramó en detalle cómo robarle el voto al pueblo para eternizarse en el poder, o a los adláteres verborreicos que van a las plazas para defender lo indefendible, para tergiversar verdades, para confundir y desinformar. Vamos de fango y sangre, a otro fango con sangre. Ese parece ser el destino conjurado de nuestro país, como la de ese soldado en su trinchera, abandonado a su suerte y terriblemente solo.