Las lavanderas de ropa de Tacagua y Cotahuma luchan desde hace años contra el hambre, pero la pandemia y las restricciones sanitarias trajeron algo impensado
Fuente: paginasiete.bo
Jorge H. Quispe C. /La Paz
Si Emma Álvarez no lava, no come. La mujer es una de las seis lavanderas de ropa del sector Curva de San Juan, un sitio enclavado a 3.800 metros de altitud, en la zona de Tacagua, palabra aymara que significa “ojo de agua”, donde el líquido vital mana a borbotones. Allí, en ese barrio paceño, las “hijas de las vertientes”, como se hacen llamar, libran una pelea desde hace años ante el virus del hambre, un mal que llegó antes de que la pandemia de coronavirus estallara en Bolivia.
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Pronta a cumplir 50 años, Emma aparenta tener mayor edad, algo que no lo niega. La vida ha sido dura para la mujer que nació en Caranavi y que llegó a La Paz hace más de 30 años en busca de mejores días. Ahora debe velar por sus seis hijas y cuatro nietas.
Por eso, si Emma no lava ropa, no come ella ni tampoco su familia. La abuela debe velar por ellas, y el único sustento que tiene es la lavandería en la Curva de San Juan. En esa ladera, ella comparte sus sueños con otras mujeres que también viven del lavado de ropa, un oficio venido a menos con las restricciones sanitarias por el coronavirus.
En esos parajes de La Paz, el agua nunca se acaba, pero eso sí, la ropa para lavar es cada vez más escasa.
“Hijas de las vertientes”
Tacagua es una zona vecina de Cotahuma, el otro rincón paceño, que según la leyenda, es rica “en agua del lago”. Los vecinos antiguos afirman que ese líquido llega a las vertientes desde el Titicaca. A esas zonas a donde las conexiones de las empresa del agua no llegan, la Pachamama no sólo calma la sed de sus habitantes, muchos de ellos inquilinos, también da de comer a las familias de las lavanderas, que se convirtieron en las otras víctimas del coronavirus.
En ambos barrios, la abundancia del agua ha sido tanto bendición como maldición para sus pobladores. En plena crisis del agua en La Paz en 2017, a los moradores del lugar nunca les faltó ese recurso, pero la humedad ha originado también derrumbes fatales como el de 1996, que se llevó consigo barrios enteros.
A metros de esos sectores inestables de la ciudad, las mujeres se ganan la vida con el oficio más molesto y más duro, y que por la pandemia también fue afectado. Antes allí lavaban ropa una veintena de mujeres, pero ahora apenas alcanzan a 10, unas se enfermaron por covid y otras dejaron el oficio, porque ahora pocos traen ropa para lavar. A continuación cuatro testimonios de “las hijas de las vertientes”.
Lourdes era vivandera
Lourdes Calderón tiene 35 años, vive en cuarto alquilado en la zona de San Juan, cerca de Tacagua y Cotahuma, tiene dos hijos y es casada, pero el dinero no alcanza para sostener a la familia, por eso ella lava ropa.
“Antes no venía diariamente, ahora vengo todos los días por necesidad, con esto ayudo a mi familia para pagar el alquiler de la casa donde vivimos”, agrega Calderón, mientras una vecina intenta acallarla. Algunos vecinos quieren que las lavanderas se vayan del lugar, pese a que ellas hicieron arreglar las vertientes con su dinero para no dañar el asfalto de la avenida.
Antes, Lourdes era vivandera. “Vendíamos en las fiestas, pero ahora no tenemos ingresos por eso lavo ropa. Éste es un trabajo digno, no denigra a nadie”, afirma con seguridad. Ella forma parte de la Asociación de Lavanderas de San Juan, como se llama la entidad que formaron hace tres años.
“Nosotros vivimos de la vertiente y no nos pueden quitar este sustento”, reafirma con firmeza. Hace dos años, ellas rechazaron un intento de la Alcaldía que buscaba clausurar el sector.
Emma, madre, padre y abuela
Emma Álvarez, de 49 años, tiene las manos entumecidas todo el tiempo. La mujer es abuela, madre y padre de sus seis hijas y cuatro nietas, y como la mayoría de las lavanderas de ese barrio, también vive en alquiler.
“Lavo ropa hace unos tres años, primero no venía diariamente, pero ahora por la pandemia vengo de domingo a domingo, porque necesitamos comer y alimentar a los niños. Lavando ropa me ayudo económicamente. Si no lavo, no como”, indica Álvarez mientras lava ropa en uno de los seis ojos de agua que brotan en la Curva de San Juan. El sector es además la parada del minibús 211 del transporte público, motorizados a los que deben esquivar para lavar y luego secar la ropa.
Y cuando sus compañeras hablan de Emma, inmediatamente se les viene a la mente la imagen de ella escapando de los policías en plena cuarentena rígida.
“En la cuarentena rígida (de 2020) no podíamos salir, pero yo me las ingeniaba para seguir lavando, por eso un día vino la Policía y me hizo escapar. Ese día yo agarré el bañador con las ropas y hui”, cuenta Álvarez, que tiene dificultades para caminar, por una vieja lesión en la pierna izquierda que no pudo curarse hace años por falta de dinero. En ese sector, antes de la pandemia había hasta 10 lavanderas, pero ahora sólo quedan seis, entre ellas Emma.
Antes de ser lavandera, Emma vendía comida en las puertas de locales de fiestas. “Cada fin de semana siempre había trabajo, pero luego todo se cayó con las restricciones, por eso ahora lavo ropa todos los días, porque no podemos generar ingresos”, refiere la sacrificada mujer.
Al igual que otras compañeras, Emma narra que antes de la pandemia podía lavar hasta 10 docenas de ropa, pero ahora con mucha suerte alcanza a lavar cuatro. “Nosotros tenemos que ir a buscar ropa para lavar, porque la gente ya no quiere venir”. Emma podía ganar antes 150 bolivianos, pero ahora apenas alcanza a 40 bolivianos diarios.
“Nosotros somos ‘hijas de la vertiente de San Juan’, aquí lavamos ropa y vivimos del agua que se desperdiciaba hasta antes de que lleguemos”, responde Emma.
María burló al virus
“En este lugar éramos seis compañeras las que lavábamos, pero ahora apenas somos dos y además no hay ropa que lavar, porque nuestros clientes se han perdido, no salen de sus casas o tampoco tienen dinero”, cuenta María Mamani, madre de seis hijos y que se gana la vida con este oficio en las lavanderías de la zona Niño Kollo en Bajo Tacagua , a los pies de la montaña que sostiene al Faro Murillo de la ciudad de El Alto. El lugar queda a 10 minutos de la Curva de San Juan.
Dos de las compañeras de María se enfermaron por covid y otras dos son comerciantes.
“No han vuelto más, nos dijeron que se enfermaron con ese ñanka usu (enfermedad del diablo)”, se lamenta en aymara, mientras refriega unas camisas que una cliente le dejó para que se las lave. María desempeña ese trabajo desde hace 20 años y ya pasó el medio siglo de vida.
En ese sector, la Subalcaldía de Cotahuma de La Paz, colocó 10 piletas, que son administradas por los vecinos, por donde brota el agua de las vertientes, que era utilizada en sus mejores momentos por al menos 10 lavanderas; ahora sólo quedan dos, pero al lugar llegan inquilinos de las casas vecinas que lavan sus prendas en ese lugar.
“Yo llego a las ocho de la mañana a las vertientes y el agua aunque no me crea es caliente a esa hora, yo vivo de esto y doy gracias a Dios porque puedo al menos lavar ropa para ayudarme”, cuenta afanada María, con los pies dentro de una pileta.
Vicky, de manos ágiles
La otra sobreviviente de las lavanderas de Niño Kollo, que en aymara significa “cerro niño”, es Vicky Sarmiento, otra mujer de pollera que se gana la vida con el lavado de ropa.
Sarmiento, de 52 años, es abuela de tres nietos y ayuda a sus hijas lavando ropa. “Con la pandemia, la gente ya no deja su ropa, antes en los buenos tiempos yo lavaba hasta cinco docenas de prendas, pero ahora apenas dos con mucha suerte”. Antes sus ingresos diarios llegaban a 75 bolivianos y ahora bajaron a 30 bolivianos por día.
De contextura pequeña, pero de manos ágiles, cuando se trata de lavar la ropa, Sarmiento confiesa que cuando oyó hablar del coronavirus jamás creyó que ella sería una víctima y aunque no se enfermó -porque según ella siempre toma mates de matico y eucalipto, que la medicina tradicional recomendó desde que estalló la pandemia-, no pensó jamás en que el virus le quitaría clientes. “Antes, la gente venía temprano y nos dejaba sus bultitos con ropa sucia y hasta nos faltaban manos para lavar, pero ahora seguro no tienen dinero o tienen miedo de salir a la calle”, relata.
El virus no las derrotó
Lourdes, Emma, María y Vicky, son cuatro de al menos 10 lavanderas que logran el sustento en la Curva de San Juan y Niño Kollo donde el agua cristalina brota las 24 horas. Y aunque ahora hay poca ropa que lavar, ellas expresan su interés para formar una asociación para organizarse mejor a y así ayudar a sus familias.
“Somos 20 compañeras, seis lavan diariamente, pero hay otras 10, que no vienen seguido y que quieren formar una asociación. Algunas de ellas son madres solteras; sin embargo, la mayoría somos inquilinas que debemos lavar para ayudar a la familia”, confiesa Lourdes.
A raíz de la pandemia, los esposos de algunas lavanderas de ropa perdieron su trabajo, por eso ellas ahora ayudan a la familia lavando ropa.
Allí, las lavanderas de Niño Kollo y San Juan cobran 15 bolivianos por una docena de ropa y por el lavado de frazadas piden entre 10 y 20 bolivianos, según el grosor de las prendas. Y como la oferta y la demanda también se imponen en este oficio, ellas tienen promociones.
“Por docena es 15 bolivianos, pero por captar clientes, que ahora nos faltan, estamos cobrando 10 bolivianos por docena. ¡Los invitamos a que vengan aquí a la Curva de San Juan!”, invita Emma Álvarez, la madre, padre y abuela de seis hijas y cuatro nietas que el coronavirus no pudo doblegar.
“Antes no venía diariamente, ahora vengo todos los días, por necesidad; con esto ayudo a mi familia para pagar el alquiler”.
Lourdes Calderón
“Lavo ropa hace tres años. Vengo de domingo a domingo, porque necesitamos comer. Así me ayudo y si no lavo, no como”.
Emma Álvarez
“Éramos seis las que lavábamos ropa, pero ahora apenas somos dos y no hay ropa que lavar, los clientes se han perdido”.
María Mamani
“Antes en los buenos tiempos yo lavaba hasta cinco docenas de prendas, pero ahora apenas dos con mucha suerte”.
Vicky Sarmiento
150 bolivianos
por día ganaba Emma antes de la pandemia, ahora sólo 40.
“Nosotras somos ‘hijas de la vertiente de San Juan’, aquí lavamos ropa y vivimos del agua”.
Emma Alvarez
Este reportaje fue uno
de los ganadores del concurso
Remando la crisis
-Testimonios en pandemia-,
de la Fundación Friedrich Eber
Stiftung (FES), 2021.