Recuerdos para babear

Cuando yo era muchacho hace más de 60 años, lo que más comíamos en casa de mis abuelos maternos y en el campo paterno de Buen Retiro era el majao y el locro, además de compartir el “picao” de yuca y de plátano con los vaqueros. Y para los cumpleaños o matrimonios el manjar de gala era el salpicón de pollo o un pastel de gallina. ¡Todo un lujo para entonces! Y patasca más tarde, aunque no siempre. Un churrasco también era probable, pero faltaban las posibilidades para hacerlo, aunque no por falta de vacas.  No se podía ofrecer un “filet mignon”, ni asado a la parrilla, como se invita hoy, por otras razones.

Ahora se come magníficamente en Santa Cruz y existen restaurantes y chefs de primer nivel, pero cuando yo era un muchacho quinceañero, no había mucho para elegir a la hora de sentarse a la mesa; y de restaurantes que apuntaran alto, ni hablar. Los patos de Osvaldito y poco más. Se comía lo que se producía en nuestras tierras bajas y eran las comidas que, aún hoy, se consumen mucho, porque quedaron como parte de nuestras tradiciones más acendradas.



El majao y el locro eran lo esencial en la mesa cruceña, porque no faltaba el charque, la gallina, el arroz, los huevos, el plátano y la yuca; y para beber, la chicha camba sin alcohol. Contra lo que se piensa, la carne fresca se consumía menos que ahora, simplemente porque eran pocas las casas donde se la podía mantener congelada. Así que había que comprar la carne en el mercado para consumirla en el día, o si se sacrificaba una res (las famosas vaquillas en las quintas) se comía la carne asada y jugosa con “arroz con queso” y yuca, y lo que quedaba de la res, que era mucho, había que salarlo al sol para hacerlo charque y que no se malograra. Cuando los amigos teníamos ganas de comer carne, nos íbamos a los “Agachaus” o al Mercado Nuevo junto a las sartenes de “Mario Hígado” a comer unos memorables y olorosos revueltos de hígado. Ni trazas de restaurante ni tampoco de chef, pero todo sabrosísimo.

El charque fue fundamental en nuestra alimentación. Porque con el charque se preparaba el majao y también el locro, aunque el buen locro requería de una gallina gorda para convertirse en manjar y mejor si era cocinado con leña. El majao hecho con charque molido en tacú, con huevo y plátano fritos, era nuestro plato emblema. Y luego, a la par del majao, un día sí y otro no, nos zampábamos un locro, ese caldo de gallina criolla picoteadora de lombrices y tucuras, con arroz y con huevos, uno por cabeza, lanzado a la olla antes de servir. Todo era simple y delicioso para nosotros.

La comida colla, sin embargo, era más elaborada, más sabrosa, pero pocos la podían preparar en nuestro pueblo. Sencillamente, porque no teníamos costumbre del picante ni tampoco teníamos las verduras ni las especias que requiere un saice, fricasé, mondongo, jolke, o los diversos picantes que ahora los sirven en todas partes.  A mediados de los 50 no había en Santa Cruz tomate, ni cebolla, ni buena papa, ni ají, ni arvejas, ni conocíamos la fragancia y el sabor de todas esas yerbitas milagrosas de la cocina andina. Hoy ya es parte de nuestra cocina tradicional la sopa de maní, por ejemplo, y el picante de lengua o de pollo, que no falta en ninguna casa ni restaurante.

Nuestra cocina camba fue menos elaborada porque las verduras tenían que llegar desde los valles cruceños como Samaipata o desde Cochabamba, demorando por los pésimos caminos, llegando ajadas muchas veces y no abasteciendo todos los mercados. Hoy Santa Cruz está atiborrada de los elementos necesarios para elaborar las mejores viandas y la cocina que tenemos es nacional e internacional.

En lo que Santa Cruz y todas las tierras de la llanura no han sido superadas, es en los horneados. Justamente porque contábamos, desde siempre, con todos los elementos para elaborarlos. Nada hay mejor que el café de la siesta camba. Yuca, queso, maíz, huevo, son elementos necesarios para preparar masacos, zonzos, cuñapés, tamales, roscas, empanadas fritas, biscochos, pan de arroces, y toda una gama de sabores que, con una taza de café oloroso, resultan la delicia más grande. Habrá que imaginar como nuestras tatarabuelas, con los pocos productos de la tierra de entonces, pudieron poner su alma y amor para crear delicias tan grandes.

Pasados los años, Santa Cruz es una ciudad cosmopolita, y desde los lejanos años de mi adolescencia, del majadito, el locro y la “sopa tapada”, ahora puede lucir restaurantes de postín, además de una variada comida hogareña donde nunca falta aquello con lo que, seguramente, ya se alimentaba don Ñuflo de Chávez.