El Estado payaso

No me refiero solamente a lo que sucede en Bolivia, ni a los gobiernos de Morales Ayma ni de Arce Catacora, únicamente. En los últimos años el Estado Payaso se ha ramificado en Latinoamérica. Aún antes del Estado Plurinacional de Bolivia ya había dado pasos importantes el Estado Payaso en Venezuela; en Argentina empezaban a vislumbrarse personajes cómicos también; y en México, López Obrador sorprendió superando al genial Cantinflas.

El Estado Payaso tiene éxito porque aglutina masas ignorantes y pobres que prefieren observar las fantasías del circo antes de quedarse en la penosa realidad, fuera de la carpa. El populacho va donde existe diversión antes que donde se les exige trabajo. Si en el circo, además de divertirse con los payasos y los arriesgados trapecistas que dan saltos mortales, se les da, también, un bono, y se les permite participar del jolgorio cantando y bailando, ni duda cabe que elegirán esto último.



¿Significa que los pueblos de nuestra región sean imbéciles? ¿Qué solo les interesa ver zapatones, bombachas, sombreritos colorinches y narices coloradas? ¿Y oír voces atipladas y mirar escalofriantes contorsiones en las alturas? Nada de eso. O para mejor decir, no todo es eso. Porque el Estado Payaso, tiene su libreto, como lo deben tener todos los circos. Los números de los bufones tienen su texto y su tiempo; el de los trapecistas también, desde el momento en que ascienden a las alturas a redoble de tambor; el de los domadores de fieras, lo propio. Ese libreto “payasesco”, es lo que llaman Constitución, muertos de risa quienes lo redactan en estos tiempos.

Por lo menos, en Bolivia la Constitución del 2009 es muy chistosa. Basta con leer el preámbulo para adivinar lo que se viene. Es una cartilla mal redactada, cursilona, patriotera, tramposa, pero, asimismo, cómica y contradictoria. En el Estado Payaso hay piedra libre naturalmente, como en todo circo de pueblo; entonces los bufones se suben a los trapecios y caen al vacío y se descalabran, los trapecistas improvisan chistes y les lanzan tomates, a y los domadores los muerden unos leones viejos que ya están desdentados. Eso, sin embargo, enardece al público. Le excita el desorden y más aún si se le permite participar de las bufonadas y se les premia, al final, con salteñas, sándwiches de chola, y hot dogs.

En esas condiciones no hay espacio para el diálogo sino para el espectáculo. El debate causa pánico entre quienes mandan y nunca han debatido ni Morales, ni Ortega, ni Maduro, ni López Obrador; por lo menos jamás los vi debatir cuando buscaban el poder. Solo les gusta informar sobre logros inventados, sin preguntas incómodas de por medio. Y mienten permanentemente, como una costumbre. Su mayor éxito está en montar un aparato de propaganda oficial que influya tanto – si posible apagando la voz e imagen de los medios privados – que la plebe, embelesada, con el cerebro adormecido, crea en lo que el Estado Payaso dice y no averigüe lo que realmente hace.

Sus directores dan muy malos ejemplos, pero exigen que se los siga, que se los imite. (“Yo no me vacuno, yo como pasto”). Lucen un mesianismo que los lleva a ser poco menos que intocables, así no hayan leído un libro en su vida (caso Evo Morales). El endiosamiento prolongado los corrompe y la corrupción los enriquece. Eso es imprescindible para sus fines. ¿Acaso se puede mandar sin dinero? ¿Cómo alegrar al pueblo que mira con hambre desde las graderías si no es sobornándolo con algunos gastos caros?

Para ser corruptos se requiere de una justicia ciega, obediente, venal. Entonces, como sucede en el Estado Payaso de Bolivia, ¿qué mejor que elegir la justicia “democráticamente”? Los payasos designan y los mirones no eligen a nadie ni se inmutan porque a la mayoría no le interesa ni entiende lo que ha sucedido. Claro, esos “extras” togados, incorporados al circo, son agradecidos, no le fallan a los directores, y someten a prisión o a la quiebra económica a cualquier crítico o burlador que irrite al jefe.

En el Estado Payaso, con las arcas llenas y con la justicia metida en el bolsillo, nadie piensa, ni en sueños, irse de tan placentero oficio. Y para quedarse al mando del circo hacen trampa. Llaman a sus magos, a esos que sacan caramelos de los cabellos de los niños y monedas de sus naricitas frías. Esos hechiceros de frac, chistera y bigotitos finos, hacen que se reproduzcan miles de papelitos raros que caen como mixtura desde lo alto, hacen que se apaguen las luces, que se produzca un silencio que atemoriza, que solo se oiga el toque de un clarín y el redoble de un tambor, y que cuando regrese la luz, el circo esté limpio de papeles, impoluto, y que todos los bufones aplaudan, el público se alegre, y concluya la función.