Cambiar el guion para transformar la ciudad en metrópolis 

A medida que vamos recuperando el ritmo de nuestra ciudad, vuelven a florecer sus problemas estructurales, agravados por las crisis sobrepuestas que se acumulan. Además, como consecuencia de los cambios pandémicos han aparecido nuevos desafíos. El tráfico cada vez más congestionado, la inseguridad ciudadana desbocada, el desorden en los mercados se extiende a otros lugares públicos y la falta de empleos golpea a las familias más humildes y jóvenes. Ni los toborochis en flor logran cambiar el ambiente abrumado en la urbe.
Y no es para menos, el COVID-19 se ensañó contra nosotros de forma brutal, generando un parón nunca antes visto, que ha desgarrado buena parte de nuestro tejido social y productivo sin que haya sido reconstituido. La nueva administración municipal, que ingresa en su segundo año de gestión, tenía la responsabilidad de gestionar la crisis sanitaria y preparar la ciudad para la era post-pandemia, pero nada de aquello ha sucedido. Las ocurrencias, improvisación, desatinos y frivolidad son seña invariable de la administración del alcalde Jhonny Fernández. Sin proyecto claro de ciudad, menos de futuro, todo es susceptible de empeorar y todo está empeorando.
El recojo de la basura y la limpieza de la ciudad está en la nebulosa después del fracasado proceso de licitación —anulado 4 veces por serios cuestionamientos—, la modernización del transporte está a la deriva, entre enredos jurídicos, cinismo para abordar el BRT e intereses exclusivamente sectarios; la gestión sanitaria sigue deficiente como lo comprobamos en el combate contra el virus que acecha nuevamente, las tablets y el internet gratuito no llegaron nunca a los estudiantes; y la ausencia de políticas de seguridad ciudadana y recuperación económica destrozan los sueños de los vecinos.
El panorama es sombrío y desalentador, aunque tampoco se esperaba mucho de esta nueva gestión de Fernández. Sin embargo, al retornar al sillón municipal después de dos décadas se aguardaba mínimamente la máxima transparencia posible, pero la sombra de la corrupción, como en los 90, lo sigue persiguiendo. El fiasco del jugoso contrato de aseo urbano y su negativa a promulgar una ley de fiscalización de las contrataciones municipales puso en evidencia que el zorro pierde el pelo pero no las mañas.
La renovación del Concejo Municipal era auspiciadora. Al margen de la indisimulable alianza oficialista UCS-MAS y la fragmentación melodramática de la opositora C-A, la lógica deliberante sigue siendo la misma, estéril, sin horizonte y alejada de los problemas cotidianos de la gente. Las dádivas castraron su independencia, volviéndose un apéndice del Ejecutivo. Descalificaron el Reglamento que heredaron, pero decidieron mantenerlo porque cada uno lo interpretaba a su favor y, ante su incapacidad trasladaron un problema de la política a la justicia, si no pueden resolver sus cuestiones internas, menos podrán abordar los complejos temas de la ciudad para ofrecer algo distinto. Así transcurrió su primer año, hablando de ellos mismos, entre acusaciones de traiciones por peguismo y metidos en los recovecos de la irrelevancia por sus disputas.
Santa Cruz de la Sierra ya no aguanta —ni se merece— parches ni medidas intrascendentes. Con los dos millones de personas que viven e ingresan diariamente a nuestra ciudad, tiende ineludiblemente a convertirse en una gran metrópolis dinámica y diversa. Es tiempo de repensar y reinterpretar la ciudad conforme a las nuevas problemáticas sociales, políticas y culturales que emergen. El mayor reto es centrar las miradas sobre las personas y abandonar ese viejo despropósito de construir más y más cemento como expresión y sinónimo de desarrollo urbano y dinamismo económico.
Nuestra ciudad, que en los últimos 50 años multiplicó su población desde los 200.000 habitantes, tiene una intensa tradición inmigratoria. Santa Cruz tiene que reinventar su vocación acogedora para incorporar de mejor manera y evitar segregar a nuevos habitantes, porque el desplazamiento de muchos hogares jóvenes a vivir en las periferias alejadas y sin servicios distorsionan el crecimiento poblacional, generando desequilibrios para la convivencia e integración social. La apuesta debería ser adaptar la ciudad, sus vivencias, sus modos, sus espacios públicos a una nueva y distinta estructura sociodemográfica.
Cambiar la forma de moverse, transformar el caos por un modelo que garantice la accesibilidad, el desorden por el respeto al espacio público, la desconexión por vínculos sociales, la resistencia por la implicación, e incorporar nuevos ejes cívicos, con la impostergable transformación digital y sostenibilidad verde. Esto requiere de nuevas reglas de juego que emanen de un amplio consenso. Los cruceños deben ser consultados sobre cómo quieren que sea su ciudad y su concepción de progreso, asumiendo el compromiso de participar activamente con la finalidad de hacerla más igualitaria, sostenible, acogedora y eficiente.
El presente y futuro de la metrópolis no puede estar supeditado a la acción —o como en este caso a la inacción— del alcalde y los concejales, quienes siguen sumergidos en ese viejo modelo anacrónico de disputas para ampliar sus espacios de control sobre sus propios intereses, al margen de cualquier iniciativa que busque la transformación tan necesaria de la ciudad. El proceso decisional sobre nuestro futuro debe ser colectivo, donde prime el interés general, alejado del sectarismo, el politiqueo y la charlatanería. Una nueva forma de repensar la ciudad, desde la reflexión, con participación y visiones desde diferentes perspectivas y sensibilidades, generando contenidos, debates, propuestas, ideas y acción. Ante quienes nos quieren estancar en el filibusterismo, cambiemos el guion, estimulando la movilización ciudadana para repensar y construir el futuro de la metrópolis más importante del país.
Tomas Monasterio
Abogado y exdiputado nacional