¿Qué hemos aprendido?

 

Hoy se cumple un año del inicio de la brutal invasión de Ucrania por parte de las fuerzas armadas rusas por orden del autócrata y despiadado, Vladímir Putin. La primera señal de este afán expansionista ruso se dio con la anexión de Crimea y el asalto a la región de Donbás, en 2014. Pero, el 24 de febrero de 2022, la brutal embestida escaló a niveles que no se habían visto en el mundo desde finales de la Segunda Guerra Mundial. La osada apuesta del Kremlin, con un numeroso ejército y siendo una potencia nuclear, era conseguir la rendición de Kiev en pocas semanas. Sin embargo, la obsolescencia de su maquinaria bélica y la bravura del pueblo ucraniano provocaron que el primer asalto demoledor se convierta en una guerra larga que está produciendo miles de víctimas en ambos frentes, una descomunal destrucción del país agredido y una afrenta al actual orden mundial que, después de más de setenta años de paz, no está pudiendo resolver la crisis con ninguna de las sanciones comerciales y financieras que ha puesto en marcha.



China —el coloso asiático—, con un cínico pragmatismo, ha preferido mantener el vigoroso comercio internacional con Occidente y no mostrar un apoyo directo a Rusia, pero tampoco un repudio público. Es más, unos días antes de la invasión se firmó una declaración de amistad entre Rusia y China, y está cada vez más clara la subordinación y dependencia del Kremlin ante Pekín, reafirmando ese viejo dicho de que “billetera mata galán”. Y esa fortaleza económica se hace más evidente en América Latina con el saqueo de materias primas por parte de transnacionales chinas que, aunque no son tan finas como las suizas (según el presidente Arce), hacen más o menos lo que quieren.

Salvo en la prensa europea, en la que la sanguinaria agresión sigue en primera plana —aunque con titulares más pequeños—, en el resto del mundo la conflagración es apenas un rumor de fondo que se ve desplazada por hechos noticiosos con mayor espectacularidad o por acontecimientos locales más cercanos.

Cada generación tiene sus hitos de relevancia mundial de los que puede decirse testigo y/o participante. Nosotros, en las últimas décadas, estamos siendo testigos y somos, en parte, culpables de provocar una crisis climática de grandes proporciones, debido a la contaminación ambiental y a la pérdida de biodiversidad; hemos vivido un periodo pandémico que afectó la salud de la población, la economía mundial y la vida cotidiana de millones de personas; el confinamiento —que produjo escenarios distópicos de calles vacías—, ha generado también una otra pandemia de la que pocos hablan: las enfermedades mentales (depresión, bipolaridad, ansiedad, miedo, aislamiento, demencia, consumo de estupefacientes y alcohol, esquizofrenia y desórdenes alimenticios, entre otros problemas).

Las medidas de distanciamiento social y la cuarentena han aislado a muchas personas de sus redes de apoyo social y han llevado a una mayor ansiedad, depresión y estrés. Además, la incertidumbre económica y laboral, asociada con la pandemia, ha aumentado la angustia y la zozobra financiera en muchas familias. Ha habido un aumento en los casos de abuso doméstico y violencia de género durante el aislamiento. Esta pandemia de desórdenes mentales está cobrando millones de vidas cada año y discapacitando a millares de personas.

A todos estos temas de relevancia planetaria, hay que sumarles el mal uso de las tecnologías digitales, donde las redes sociales causan un impacto negativo si son utilizadas de manera abusiva y tóxica. Y por si esto fuera poco, la masificación de la inteligencia artificial se presenta como una disrupción tecnológica que puede acarrear desafíos inimaginables.

Mirando para atrás, pareciera que, como civilización, hemos avanzado mucho. Pero, si hacemos un recuento de los mutilados y huérfanos ucranianos, está claro que no hemos aprendido nada.

Alfonso Cortez

Comunicador Social