El punto sobre la i

La Iglesia Católica está una vez más en el ojo de la tormenta. No es la primera vez y seguramente no será la última que estalla otro escándalo de abuso sexual a menores perpetrado por clérigos. Esta vez el destape ha tenido lugar en Bolivia, aunque, como era de esperarse, continúan surgiendo reportes en otras latitudes del mundo. Pareciera que donde se mire aparecen otros casos de pederastia clerical, tanto nuevos como antiguos. Usualmente, las principales víctimas son menores, en particular en colegios e internados, de escasos recursos y/o en situación de abandono.

Lo que corresponde, por lo tanto, es reconocer la existencia de un patrón y de un problema estructural de la institución. Esta afirmación puede resultar demasiado inverosímil y difícil de digerir, sobre todo para quienes forman parte o siguen a la iglesia católica. Muchas de las voces que se pronuncian en defensa de la iglesia, a pesar de condenar el crimen de abuso contra menores, también expresan un temor de que por detrás exista una política anti-eclesial. Sin embargo, la defensa de la institución no es simplemente una afirmación política conservadora, tiene un trasfondo antropológico a considerado.

La práctica abyecta de la pederastia entre los clérigos de la iglesia católica, no solo ya es bastante consabida, sino que también es muy antigua. De hecho, si bien esta problemática comenzó a ser visible a partir de mediados del siglo XX, el abuso frecuente de curas contra menores comenzó a ser reportado ya desde el siglo XI.

En este sentido, propongo dos provocaciones: Por un lado, el abuso de clérigos católicos contra menores como una práctica institucionalizada de la iglesia, o que “hace a la institución”. Por el otro, el hecho que la defensa de la institución eclesial, algunas veces incluso por encima de la dignidad de las víctimas, también es el resultado de un “pensamiento colectivo”, que la sociología y la antropología de las instituciones permiten dilucidar.

Con respecto al primer tema, el hecho de afirmar que el abuso a menores es una práctica que “hace a la institución”, no implica que la iglesia la promueva abiertamente. De hecho, desde que esta práctica comenzó a tener lugar con mayor frecuencia, la misma institución la condenó y propuso varias formas para abordar el problema. No obstante, incluso en el derecho canónico, el tema fue abordado, sobre todo o mayormente, como una contradicción moral (pecado), en lugar de como un crimen.

Paradójicamente, sobre todo en instituciones con estructuras demasiado jerárquicas y basadas en el ejercicio de cierto poder, también se generan mecanismos internos que naturalizan y encubren prácticas que, incluso para la misma institución, son reprochables. Desde la antropología se entiende que instituciones como la o las iglesias, el ejército o, por ejemplo, algunas asociaciones cerradas (cofradías, congregaciones) fundan su durabilidad en la reproducción de preceptos y lógicas de organización premodernas. Es decir, la estructura de organización tradicional se funda en parámetros irracionales.

En el caso de la iglesia la forma de autoridad premoderna es de tipo moral; o sea, se basa en la noción irracional de que las figuras de autoridad (clérigos) se hallan en una posición moralmente superior que la de los parroquianos. El poder al que da lugar la estructura simbólica del clericalismo deriva, en la mayoría de los casos, en un paradigma narcisista que a su vez se traduce en la compulsión clerical por ser el centro de atención, particularmente entre los rangos más altos. Este apunte también sirve para comprender la manifestación, sistemática y sostenida, de perversiones como la pederastia.

La reproducción y la protección del orden estamental de este tipo de instituciones ocurre de múltiples maneras. Por ejemplo, a través del establecimiento del secretismo como práctica exigida entre los miembros; a través de la construcción y divulgación de un discurso o gran narrativa que, en última instancia, acaba haciendo aceptables incluso prácticas abyectas como la que nos ocupa; y, en consecuencia, a partir de la compulsión de sus miembros por proteger a la institución y su orden estamental por encima de cualquier cosa.

A partir de los apuntes anteriores, realizo dos indicaciones: 1.- el abuso sexual es una práctica institucional aceptada silenciosamente, que no solo se puede reducir a una cuestión sexual, sino que debe ser entendida en el marco de las relaciones de poder que son promovidas por la misma institución; 2.- a través del tiempo, la misma institución desarrolló y estableció diversos mecanismos de encubrimiento de esta práctica que, paradójicamente, acabaron institucionalizándola. Por ejemplo, el teólogo e historiador católico Garry Willis señala que, precisamente porque la reputación de los clérigos está casada con la de la iglesia, la mayoría prefieren callar y encubrir para proteger a la institución.

¿Qué implica esto? Algo bastante complejo de asimilar: la pederastia clerical no es algo que se pueda sencillamente eliminar, sin afectar al conjunto de la institución. En términos propiamente antropológicos, al igual que sucede con las prácticas o rituales de violencia en el ejército; o la propia corrupción en el Estado capitalista moderno, la eliminación de esta práctica haría tambalear a la institución.

Con esto no justifico, de ninguna manera, la abyecta violencia de la pederastia clerical; sino, simplemente, señalar que se trata de una contradicción estructural de la institución. Por lo tanto, pensar que la solución al problema se limita a “tratar” o “expulsar” a los individuos que cometen este crimen es una simplificación absoluta. En última instancia, la solución se halla en subordinar estas instituciones arcaicas e irracionales a los principios universales e ilustrados.

El siguiente problema es que, a pesar de la abrumadora evidencia, histórica y contemporánea, una parte considerable de los seguidores de la iglesia católica está dispuesta a defender a la institución, incluso a costa de la dignidad de las víctimas. En una religión institucionalizada y de larga data como la católica, con una historia larguísima de vigilancia, castigo e imposición de su fe, también se tejen solidaridades mecánicas con un alto contenido simbólico. Este vínculo social, de configuración premoderna, erige un sentido de comunidad y pertenencia del que es extremadamente difícil desprenderse.

En distintas comunidades de larga duración y con estructuras estamentales arraigadas, los miembros, aquellas personas que comparten este sentido de pertenencia y este vínculo social, perciben que una situación de peligro para la institución lo es también para ellos. El hecho que para muchas personas la institución que representa a su comunidad religiosa, en este caso la iglesia católica, es una referencia simbólica fundamental. En este marco, las familias devotas católicas son las que menos sospechan de la institución y las que más intimidadas se sienten de cuestionarla.

En suma, para abordar debidamente el problema de la pederastia clerical, no basta con sancionar a los individuos, sino que hay que entender la dimensión institucional de este hecho. Es más, también es necesario señalar que se trata de un hecho político o, en otras palabras, que existe una ‘política de la pederastia clerical’, que está vinculada a la estructura institucional, la autoridad tradicional-irracional y las relaciones de poder, no sólo simbólicas, sino también políticas y económicas que promueve esta institución.

(*)Juan Pablo Neri Pereyra es politólogo y antropólogo