Tribunales mediáticos

 

Es tanta la desconfianza en el sistema judicial boliviano, que el ciudadano común prefiere denunciar y ventilar sus problemas y litigios a través de medios de comunicación y redes sociales en “juicios mediáticos”. La falta de fe en la justicia tradicional ha provocado una creciente tendencia a buscar la verdad y la solución de pleitos y disputas en un set radial o televisivo o en muros digitales, antes que en los estrados judiciales.



La administración de justicia en Bolivia es un verdadero cáncer que hace estragos en la sociedad. El desdichado ciudadano que, por cualquier motivo, resbala en esa podredumbre, padecerá un calvario que marcará su vida y difícilmente saldrá indemne de esa tortura. Los rankings de corrupción internacionales sitúan al Órgano Judicial y la Policía Nacional en los primeros lugares de una vergonzosa lista. Hay miles de turbulentas historias que apestan en los putrefactos legajos de los juzgados bolivianos.

Las reformas intentadas en la última década (elección popular de jueces, incluida) han demostrado ser ineficaces para enfrentar una terrible enfermedad que está arraigada y ha hecho metástasis en todo el sistema. Esta estructura perversa, sumida en una crisis ética y moral profunda, muestra, entre sus muchos síntomas: lentitud en los procesos; corrupción de abogados litigantes, secretarios, asistentes, procuradores, jueces y fiscales; abusos de poder y violación de derechos; burocracia e ineficiencia; falta de imparcialidad y objetividad; deficiente investigación o peritaje para recabar pruebas y evidencias; y un larguísimo etcétera. Este engendro está podrido hasta en sus entrañas.

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Por si todo esto no fuera suficientemente nefasto, la situación se agrava aún más, por la interferencia del Órgano Ejecutivo en el Judicial, violando la independencia y separación de poderes que debería existir en una Democracia. La “justicia”, en lugar de servir al bienestar y la convivencia de la sociedad, se convierte en un negocio que beneficia a sus administradores, y en un instrumento de persecución y amedrentamiento para quienes detentan el poder político.

Es entendible que, frente a la desprotección y falta de credibilidad en los tribunales, la gente busque visibilidad en medios y redes sociales, como una forma de presión sobre las autoridades llamadas a investigar y resolver sus casos. La notoriedad puede ayudar a las víctimas a obtener justicia y responsabilidad por parte de los implicados. El escrutinio público actúa como un contrapeso frente a la impunidad. Empero, algunos periodistas fungen de “magistrados” en las “cortes de las pantallas” y se sabe de casos de extorsión, chantaje y cobros por la exhibición o encubrimiento en ese circo mediático.

La denuncia y exposición pública no garantiza una dilucidación efectiva ni duradera, menos la resolución justa y equitativa de los problemas. La falta de legitimidad y respaldo procesal no genera obligaciones ni compromisos de parte de los acusados. En algunos casos, se busca venganza, antes que justicia. La percepción pública, en los medios y redes sociales, puede ser implacable en su valoración, incluso antes de que se pronuncie un tribunal de justicia o un juez competente.

Las falsas acusaciones destruyen prestigios personales, arruinan carreras profesionales y reputaciones. La difamación y el linchamiento mediático son riesgos reales que pueden demoler vidas, sin posibilidades de recuperación. Es imprescindible sepultar al nauseabundo y atroz sistema actual.

La justicia tradicional —bien llevada—, está diseñada para evaluar pruebas, garantizar el debido proceso y aplicar la ley de manera imparcial. En un entorno injusto, se condena a la verdad.

 

 

Alfonso Cortez

Comunicador Social