La sociedad sitiada

En Bolivia los asambleístas necesitan sesionar con tres anillos de seguridad policial que los protejan de la amenaza social. La plaza Murillo, sede de dos de los tres poderes del Estado, y sus alrededores deben permanecer casi siempre bajo vigilancia, porque de lo contrario grupos pequeños o grandes aprovechan para hacerse sentir. Incluso alguna vez, hace ya tiempo y por diversión, un grupo de estudiantes comenzó una revuelta con piedras, que derivó luego en la muerte de decenas de policías y militares sorpresivamente enfrentados, sin saber realmente cuál era la causa que defendía cada quien.

Pero así son las cosas. Se gobierna desde la Casa del Pueblo, pero también desde la calle. Esa es una lógica que ha prevalecido en el tiempo, tal vez porque la democracia resulta insuficiente o porque en realidad se trata de una sociedad que no ha terminado de asimilar elementales valores democráticos como el diálogo, el consenso u otras prácticas que lamentablemente no son comunes en la solución de los conflictos.



El mal ejemplo de los gobiernos también juega en contra, sobre todo cuando son autoritarios y no respetan los tiempos de mandato, el equilibrio y los balances dentro de los que deben moverse.

La democracia de la calle es consecuencia de la desinstitucionalización. Como las instituciones no funcionan, entonces el espacio público se convierte en el escenario donde se resuelve todo. En los barrios, el “estrado judicial” se instala en una esquina donde es la comunidad la que golpea el martillo de las condenas y decide la suerte del que comete el delito, y los caminos son el escenario elegido por unos cuantos para arrogarse la representación de todos.

Lo paradójico es que aplicar la ley no es democrático. Está prohibido impedir la libre circulación, pero todo el mundo lo hace y sin pagar las consecuencias. Incluso se aprueban normas que permiten un uso “controlado” y “social” de los explosivos, si solo sirven, claro, para intimidar a las comunidades, crear miedo y causar una “legítima” zozobra en la población, siempre y cuando sea por una “buena causa” (el “plop” es del lector).

Y eso se traslada a otros planos. El contrabandista es un “pobre” comerciante que no puede vivir dentro de la legalidad. El cooperativista que explota el oro sin controles, no aporta al fisco y destruye el medio ambiente, es un minero combativo –“los mineros venceremos” –, el que planta coca ilegal es “pobre” cocalero, la que se roba la plata de un fondo es víctima del racismo y así, hasta el hartazgo.

Aquí nadie paga los platos rotos. Se habla de millones de dólares de pérdidas en los sectores productivos porque se bloquean los caminos de la distribución y comercialización, pero la responsabilidad se diluye en la masa sin rostro que permanece siempre impune. Increíble, se castiga a un ladrón por robar una gallina, pero se admite que cientos de pollos mueran porque a alguien se le ocurrió que podía disponer de los bienes ajenos con el pretexto de luchar por una bandera que ni siquiera conoce.

En fin, estamos ante una sociedad sitiada, que no puede ejercer ni siquiera su derecho de desplazarse de un lugar a otro, en la que los propios representantes, elegidos por el voto precisamente para que el tratamiento de normas y temas controversiales, tenga un cauce institucional y democrático adecuado, deben trabajar a escondidas y bajo protección, porque de otra manera se exponen al chicotazo público.

Hernán Terrazas es periodista.