De afilador a relojero, trabajos que se niegan a desaparecer

La digitalización redujo la cantidad de clientes que reciben relojeros, canillitas y fotógrafos. Pese a eso, aún consiguen personas que buscan sus servicios.

Reynaldo Flores trabaja en un reloj en su taller en La Paz. FOTO: Jorge Soruco / Visión 360
Reynaldo Flores trabaja en un reloj en su taller en La Paz. FOTO: Jorge Soruco / Visión 360

Fuente: Visión 360

 



 

El avance tecnológico, el cambio de modelos de negocios y costumbres, y las crisis económicas  han afectado varios oficios. Algunos desaparecieron, pero otros aún resisten, pese a que cada vez son menos las personas que los ejercen en el país.

Tal es el caso de los relojeros. Antes esenciales cuando estas piezas eran el único modo de comprobar la hora; ahora son más joyeros que trabajan con piezas de lujo con cada vez menos frecuencia, ya que el celular cooptó esa función o su trabajo se limita a “cambiar la pila”.

La aparición de cubiertos y herramientas de uso limitado -semanas, meses o, incluso, una sola usada- reduce la necesidad de afiladores que recorran las calles anunciando su llegada con los silbatos. Ahora se quedan cerca de los mercados, donde tienen clientes seguros.

Por décadas las plazas paceñas eran transitadas por los heladeros, personas que cargaban un conservador en el cual vendían helados, mientras que en quioscos los raspadilleros preparaban el hielo molido con sabor. Pero, con el tiempo, las paletas dejaron de circular y ahora se venden en tiendas barriales y supermercados, mientras que cada vez son menos los lugares donde se escucha el “rash, rash” de quien raspa el hielo.

Y, sin embargo, continúan trabajando. Claro, hay que buscarlos, conseguir sus teléfonos o cuentas de Facebook y saber los horarios de trabajo. Pese a todo, continúan ofreciendo sus servicios a quien los encuentre.

Relojeros: expertos que mantienen vivo el legado en las máquinas

Con mano firme, Reynaldo Flores Álvarez agarra el pequeño círculo de metal. Con la otra utiliza las pinzas para ensamblar los engranajes del reloj, una de las varias piezas que recibe semanalmente para reparar.

“Llevo 50 años trabajando como relojero. Aprendí gracias a mi padre y, después, me fui a Suiza a especializarme”, cuenta mientras revisa la pieza en sus manos.

Si bien está muy capacitado para realizar su trabajo, Flores recibe cada vez menos pedidos. Esto se debe a que la digitalización comenzó a reducir la necesidad de un artista de los microengranajes y las agujas.

Como en muchos casos, el celular se “robó” las funciones del reloj. ¿Para qué comprar una pieza delicada, cuando el teléfono móvil tiene esa y muchas opciones más?

La mesa de trabajo en el taller de Flores. Foto: Jorge Soruco / Visión 360

 

Incluso la salida al mercado de los llamados smartwatches (relojes inteligentes) no significó un incremento en clientes, ya que son celulares con otra forma.

“No es solo que la gente reemplace el reloj por el celular. También está que se venden muchos equipos desechables, de factura china, que imitan a los de marcas reconocidas. Son tan baratos que, normalmente es más económico comprar uno nuevo que pagarlo”, agregó.

Sin embargo, ahora que las máquinas de tiempo se han convertido en joyas, la clientela no se perdió. “Me buscan personas que han heredado máquinas de padres y abuelos y quieren que sigan funcionando bien. Eso y hay quien aún ve al reloj como símbolo de estatus”.

De las calles y fiestas a las galerías, y contratos cada vez más escasos

Antes, cuando una persona requería tomarse una fotografía para un trámite podía acudir a una plaza de la ciudad y contratar los servicios de un camarógrafo de “caja”. Pero la digitalización, la pandemia de Covid-19 y la edad los sacó de las calles y permitió la llegada de las galerías, negocio que enfrenta grandes obstáculos

“Ya no va a ver fotógrafos de caja en las calles. Ellos eran de la muy vieja escuela y, si bien se actualizaron y solo utilizaban las viejas cámaras como adorno, se fueron, se retiraron o pasaron a mejor vida. Ahora solo quedamos nosotros, los de galería”, comenta Seferino, que trabaja cerca de la plaza Alonso de Mendoza.

Pero, aunque este tipo de negocios se puede encontrar en toda la ciudad, en la actualidad su impacto está mermando. Cada vez menos personas buscan sus servicios, ya sean los necesarios para los documentos o para registrar eventos familiares o estudiantiles.

Un estudio de fotógrafo de galería, que reemplazó a la plaza. FOTO: EFE

 

Sin embargo, este cambio no es solo de ahora. Seferino trabaja en fotografía desde hace 30 años, cuando comenzó el proceso. “Comenzó con la facilidad de conseguir cámaras. Ya en los 2.000 se perdió el interés en la fotografía en blanco y negro. Ya en los 2.000 llegaron los celulares con cámaras cada vez más potentes. Ahora, cualquiera puede sacar fotos de relativa buena calidad”, contó.

Fue así que, de pronto, padres de familia y maestros se convirtieron en la competencia. “Los maestros ya no nos dejan entrar a las tomas de nombre y ellos aprovechan para ganar dinero”.

Pese a la digitalización de los medios escritos aún hay quienes prefieren el papel

Don Carlos trabaja en  su quiosco cerca de la plaza Alonso de Mendoza. Lo hace desde hace más de 30 años, cuando se casó con Julia, la dueña del puesto. Allí venden los principales periódicos del país, además de suplementos de entretenimiento, uno que otro libro de autor independiente y algunas revistas, principalmente deportivas. Sin embargo, tras la pandemia su oferta disminuyó considerablemente, por no hablar de  la demanda ciudadana.

“La gente ya no lee el papel. Y cada vez más hay menos periódicos impresos. Ahora se enteran de todo mediante el celular, incluso nosotros lo hacemos”, reclamó el canillita paceño.

Como en los otros casos, la reducción del negocio no es algo reciente. Ya se comenzó a experimentar a lo largo de la década de 2010, cuando la gente redujo la adquisición de varios medios.

El puesto que atiende don Carlos se encuentra frente a la plaza. Foto: Jorge Soruco/ Visión360

 

Sin embargo, fue la pandemia la que aceleró todo. Debido a la imposibilidad de salir de las casas, la información se tornó completamente digital y muchos periódicos cerraron o redujeron sus ediciones impresas.

“Ya no quedan muchos. Por suerte aún tenemos los especiales de crucigramas, aunque también el interés ha bajado. Los libros ayudan de vez en cuando, pero nos hemos visto obligados a vender otras cosas como clínex”, agregó.

Pese a todo, siempre hay alguien que acude a comprar el periódico. Pueden ser personas entre los 50 y 70 años que adquieren las publicaciones para leer al sol, gente buscando los anuncios, estudiantes necesitados de recortes o aquellos que aún aman el papel y el olor de la tinta.

La crisis llevó a Sergio a trabajar en el oficio que aprendió de su padre y de su abuelo

En una esquina del mercado Rodríguez se puede ver una rueda de afilador. Al poco tiempo Sergio sale de la carnicería con tiras de metal envueltas en sus brazos: son las sierras de las máquinas de cortar carne que necesita afilar.

“No es un trabajo muy pesado, pero necesita cuidado, ya que no uso la rueda. Utilizo una lima para trabajar entre las puntas”, explica  mientras pone manos a la obra.

Sergio acaba de cumplir 20 años de afilador, un trabajo que heredó de su padre y, a su vez, de su abuelo. Aunque tiene una licenciatura en idiomas, la falta de trabajo en su campo le llevó a tomar  el negocio familiar.

“No encontraba oportunidad y para mantenerme decidí utilizar estos conocimientos. Entre chiste y chiste los años terminaron pasando”, comenta.

Pero, a diferencia de sus antecesores, Sergio es de la generación de afiladores que dejaron de recorrer  la ciudad. Decidió quedarse en su esquina, donde tiene clientela regular, sin necesidad de perder mucho tiempo mientras va de un lado a otro.
“Es más eficiente”, asegura, especialmente con carnicerías y las vendedoras de frutas y verduras a pocos pasos.

 

La lima pasa entre los dientes de una de las sierras. Foto: Jorge Soruco/Visión360

 

Sin embargo, reconoce que ya son muy pocos sus colegas. Calcula que en toda la zona alrededor del Rodríguez  trabajan unos cuatro afiladores. El número es más alto en la avenida Buenos Aires, pero no iguala al de hace una década.

“Muchos ya pasaron a mejor vida durante la pandemia. También han salido cuchillos, sierras y herramientas casi desechables, lo que nos hace poco  necesitados”.

Refrescando en las plazas durante casi dos décadas, Canaviri logró clientela muy fiel

Bajo el implacable sol de la tarde, quien pasa por las plazas Alonso de Mendoza, España o Triangular puede escuchar el “rash, rash” del hielo cuando es  picado. Es la señal de que cerca uno puede comprar un raspadillo para aplacar la sed.

María Eugenia Canaviri lleva 18 años sirviendo esa tradicional delicia paceña a los transeúntes de la zona de San Sebastián. “Cuando mi mamá murió decidí tomar su lugar. Ella, por salud, descuidó mucho su puesto y yo tenía necesidad: estaba sin trabajo y tenía que mantener a mis dos hijos, por lo que, desde entonces hago raspadillo”.

Ella es consciente de que es una de las pocas que continúan vendiendo postres helados en las calles paceñas. “Sí, cada vez somos menos. Mire que ya apenas se ven los heladeros que caminaban con su conservadora colgando”, comenta.

Canaviri agrega el jarabe de mango a un raspadillo. Foto: Jorge Soruco/Visión360

 

Una de  las razones es que los helados ya llegaron a todo tipo de tienda, en todo tamaño y precio. Por lo que al cliente le resulta más cómodo ir donde su casera de la esquina que caminar más lejos, hasta las plazas, para refrescarse.

“Tampoco nos ayuda que los materiales son más costosos y difíciles de conseguir: el hielo en bloques es muy caro o no tenemos garantía de que el agua sea limpia; los jarabes son más diluidos y no tan ricos. Así que tenemos que trabajar extra”, indicó.

Pese a eso, tiene una clientela fiel. “Heredé los caseros de mi  mamá, que ahora son míos. Vi crecer a varios niños, ahora jóvenes, que vienen regularmente. Y siempre pasa alguien como  usted, que busca algo y, de paso, me encuentra”.