Agenda 2030: Más utopía que realidad

 

La Agenda 2030, con sus 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y 169 metas, presenta una visión grandiosa y universal de un mundo donde la pobreza, el hambre y la desigualdad serán erradicados. Sin embargo, al observarlas con atención, cabe hacerse una gran pregunta. ¿Puede esta agenda realmente forjar un nuevo pacto social global?



Fuente: Ideastextuales.com

En todo esto hay algo inherentemente utópico. Erradicar la pobreza, promover la igualdad de género, combatir el cambio climático son promesas que tocan las fibras más sensibles de nuestro deseo por un mundo justo y habitable. Es claro que en este programa global resuena el eco de las ideologías, las cuales, a lo largo de la historia, han intentado imponer una versión idealizada del mundo sin considerar los matices y la complejidad de la acción humana.

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La Agenda 2030 surge de una convicción en la capacidad de la humanidad para reconfigurar la economía, la sociedad y el entorno natural mediante una voluntad colectiva. Pero esta visión, por más deseable que sea, peca de una simplicidad preocupante. En la esfera de los asuntos humanos, las acciones nunca son simplemente el resultado de intenciones nobles. Siempre están entrelazadas con intereses, luchas por el poder y las limitaciones propias de la condición humana. El ser humano es un ser político, y la política, en su sentido más fundamental, es el espacio de la pluralidad y el conflicto.

Uno de los aspectos más interesantes, en todo caso, es su esfuerzo en construir una voluntad colectiva para enfrentar los problemas globales, que recuerda los ideales republicanos de participación y responsabilidad ciudadana. Sin embargo, la experiencia de las democracias modernas revela la dificultad de generar tal consenso, especialmente cuando se enfrentan cuestiones tan complejas como la justicia social, el desarrollo económico y la sostenibilidad ambiental.

Cumplir este plan exige una transformación que toca las fibras mismas de nuestra sociedad. Habla de modificar los patrones de consumo y producción, de reconfigurar la estructura económica global y de repensar nuestras relaciones con el entorno natural. ¿Puede una humanidad dividida por fronteras nacionales, diferencias ideológicas y desigualdades económicas asumir esta tarea monumental?

Si algo nos ha enseñado la historia de las revoluciones y los movimientos sociales, es que los cambios verdaderamente transformadores surgen no de un consenso global impuesto desde arriba, sino del tumulto y el intercambio en la esfera pública. La Agenda 2030, en su esencia, parece pedirnos que renunciemos a la pluralidad y la lucha política en favor de una unidad idealizada. ¿Acaso esto es posible, o incluso deseable?

Quienes la critican ven en ella una forma de control global, una especie de ingeniería social a gran escala que amenaza la libertad individual. En este sentido, la agenda se enfrenta al mismo tipo de crítica que se dirigió a los totalitarismos del siglo XX: la sospecha de que el afán por construir un mundo perfecto puede llevar a la supresión de la pluralidad y la imposición de un orden que ignora las diferencias y particularidades humanas. En su búsqueda por una sociedad justa y sostenible, puede caer en la trampa de la planificación centralizada. La idea de que podemos diseñar y controlar el desarrollo humano a través de políticas globales olvida que la historia de las acciones humanas está llena de imprevistos, resistencias y consecuencias no intencionadas.

Cuando ya se acerca la fecha límite a pasos agigantados, los informes nos dicen que ningún Objetivo de Desarrollo Sostenible ha sido alcanzado completamente, y muchos están lejos de hacerlo. La persistente desigualdad, la crisis climática y los conflictos globales revelan la fractura entre los ideales de la Agenda y la realidad. La humanidad parece atrapada en una paradoja: mientras las ideas de igualdad, justicia y sostenibilidad se han vuelto universales, los mecanismos para implementarlas parecen fuera de nuestro alcance.

En todo caso, pienso, el verdadero objetivo no debiera apuntar al logro de alcanzar todas sus metas. Más bien debe entenderse como un catalizador de conversaciones y conflictos que podrían, si se maneja con sabiduría, llevar a avances significativos. Soñar no cuesta nada. Aunque, a la luz de la cruda realidad, poca fe nos queda.

Por Mauricio Jaime Goio.

Fuente: Ideastextuales.com

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