El escritor español Pablo Cerezal, en un artículo para la revista Ethic titulado ¿Se ha convertido el cansancio en una pandemia?, nos advierte acerca de la gran cantidad de personas en España que acuden al médico por adolecer de un cansancio que no obedece a razones fisiológicas. Afirma que “los médicos de familia están alertando del notable incremento de pacientes que acuden a consulta por encontrarse en extremo cansados y, fruto de este agotamiento, verse incapaces de realizar correctamente la mayoría de sus tareas cotidianas”.
Fuente: Ideas Textuales
En las grandes ciudades el cansancio se ha instalado como un huésped incómodo pero familiar. No es el agotamiento físico del que hablaban nuestros abuelos, fruto de largas jornadas de trabajo. Este es otro tipo de fatiga, más difusa, más persistente. Es un sopor que adormece nuestra atención y nos sumerge en una existencia que corre al ritmo de notificaciones y metas inalcanzables.
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Es curioso pensar que, mientras la tecnología promete liberarnos del esfuerzo, cada vez más personas reportan sentirse atrapadas en una especie de insatisfacción perpetua. Quizá, como diría Byung-Chul Han, hemos entrado en la «sociedad del rendimiento», donde la auto explotación disfrazada de éxito nos obliga a consumir más, producir más y descansar menos. En este contexto, el cansancio no es solo un estado físico. Es el símbolo de una era.
Si uno observa detenidamente, este sopor contemporáneo es hijo legítimo de la sociedad de consumo. Las vitrinas, ahora digitales, no solo exhiben objetos. También proyectan vidas ideales que nos urge alcanzar. Cada anuncio es una promesa de felicidad, cada producto una llave a la plenitud. Sin embargo, en esta búsqueda insaciable, la conexión con lo esencial se va perdiendo. Nos volvemos, como sugiere Georges Vigarello, consumidores saturados y ciudadanos desatentos.
El tiempo se ha convertido en una mercancía más. Las aplicaciones, diseñadas para captar nuestra atención, hackean nuestro cerebro y convierten cada minuto en un acto de consumo. Según estudios recientes, el usuario promedio toca su teléfono más de dos mil veces al día. ¿Cómo no estar cansados si ni siquiera al dormir podemos desconectarnos del flujo constante de estímulos?
En las mitologías antiguas, el sueño era tanto un refugio como una condena. En la Odisea, los lotófagos comían flores que los sumían en un sopor dulce, incapacitándolos para regresar al hogar. Hoy, la metáfora nos hace mucho sentido. Nuestras «flores de loto» son las redes sociales, los algoritmos que nos invitan a consumir más y reflexionar menos. En este estado de vigilia interrumpida, la atención sostenida es un lujo y el descanso verdadero, un recuerdo lejano.
El problema no es la tecnología en sí, sino el modo en que hemos permitido que esta moldee nuestras vidas. Como sugieren filósofos y científicos, no se trata de eliminar los dispositivos, sino de rediseñar las prioridades. Pero, para ello, necesitamos primero darnos cuenta de lo que hemos perdido. No tenemos la capacidad de mirar el mundo sin prisa, de escuchar el silencio, de estar presentes en nuestras propias vidas.
El cansancio, como síntoma cultural, es también una advertencia. Nos dice que algo en el sistema está roto. Mientras seguimos creyendo que descansar es perder tiempo, que desconectarnos es improductivo, perpetuamos un modelo que nos agota física y espiritualmente.
Es hora de reclamar el derecho al descanso. Esto no significa abandonar el progreso, sino recuperar el equilibrio. Significa, quizás, atrevernos a cuestionar qué queremos realmente de nuestras vidas. En lugar de perseguir la ilusión del «todo es posible si te esfuerzas lo suficiente», tal vez deberíamos detenernos a preguntarnos: ¿para qué queremos todo eso?
El sopor que nos embarga no es solo una carga, es también una invitación a despertar. La sociedad de consumo podrá seguir exigiendo nuestra atención, pero quizás sea momento de mirar hacia dentro y recordar que, al final del día, lo que realmente importa no se compra ni se vende.
Por Mauricio Jaime Goio.
Fuente: Ideas Textuales