Somos multitudes

Fuente: Ideas Textuales

En el interior de cada uno de nosotros habita un cosmos. Bacterias, hongos, virus y otros microorganismos que se entrelazan para sostener nuestra vida, tan vitales como el latido del corazón o el aire que inhalamos. Una rica y compleja relación, definida a través del concepto revolucionario denominado holobionte, introducido por Lynn Margulis hace tres décadas, que nos invita a una reflexión profunda sobre quiénes somos realmente. Si somos un ecosistema en movimiento, una multitud microscópica organizada, ¿qué sentido tiene continuar viendo al individuo como un ente separado de la naturaleza? Esta idea no solo confronta siglos de filosofía occidental que nos enseñaron a vernos como seres autónomos y autosuficientes, sino que también reconfigura nuestra relación con el entorno y con los demás. Aceptarnos como holobiontes nos deja una pregunta abierta: ¿cómo imaginarnos como sociedad en el futuro, cuando comprendamos que la interdependencia es el centro de la existencia?



Desde la Ilustración, el individuo ha sido el protagonista en las narrativas occidentales, ese ser independiente, racional y capaz de moldear su destino, separado de la naturaleza y dueño de sus decisiones. René Descartes, con su “Pienso, luego existo”, y más tarde Hobbes, con su teoría del contrato social, colocaron al ser humano en una posición de dominio frente al mundo natural. La identidad individual en la filosofía moderna occidental se construyó como una entidad autónoma, con derechos y deberes propios, e independiente de los vínculos naturales y sociales. En este marco, el ideal de vida se centraba en la autosuficiencia, en alcanzar un éxito personal aislado del contexto.

Sin embargo, la ciencia ha demostrado, especialmente en las últimas décadas, que esta idea de independencia es una ilusión. Nos concebimos como «individuos», pero nuestra propia fisiología nos desmiente. Cada uno de nosotros es un colectivo de seres, una red simbiótica donde microorganismos y células humanas coexisten, colaborando en procesos esenciales como el metabolismo y la inmunidad. En términos numéricos, nuestras células bacterianas superan en número a las células humanas. Seguir aferrados a la idea del individuo autónomo es ignorar la verdadera naturaleza de nuestra composición biológica. Es absurdo seguir pensando que somos “uno”, cuando nuestra dinámica vital nos demuestra que somos un conglomerado.

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Pensarnos como holobiontes implica vernos como un colectivo biológico, una unidad donde la salud y el bienestar de cada organismo dependen de la comunidad que lo habita. En este modelo, el “individuo” solo existe en función de su red de relaciones simbióticas, revelando que la vida no puede entenderse desde la competencia, sino desde la interdependencia. La noción de “ser fuerte” se redefine, volviéndose sinónimo de “ser colaborativo”. Bajo esta lógica, la supervivencia ya no es una cuestión de quien puede más, sino de quien puede colaborar mejor. La vida no es un campo de batalla donde los más aptos ganan, sino un espacio donde el éxito evolutivo frecuentemente se alcanza a través de la unión y el trabajo en conjunto.

Esto no sólo tiene implicaciones biológicas, sino también filosóficas y sociales. Reta la concepción de una sociedad individualista, esa que mide el éxito en función del logro personal y la autosuficiencia. En una sociedad donde se fomenta la competencia, donde se premia la independencia y se celebra al individuo que asciende por sí solo, propone un paradigma distinto: el valor de la interdependencia y la colaboración.

Esto nos debería llevar a repensar el tipo de sociedad que estamos construyendo. Considerar que la supervivencia y prosperidad de cualquier grupo dependería de la salud y bienestar de todos sus integrantes, sin importar su tamaño, rol o apariencia. Como en cualquier organismo donde la microbiota diversa y equilibrada asegura su buen funcionamiento, una sociedad diversa y cooperativa podría enfrentar los retos globales de manera más resiliente. En este sentido, las crisis actuales, como el cambio climático y la pérdida de biodiversidad, no son solo problemas ambientales. Son síntomas de un sistema que ha ignorado la importancia de la interdependencia.

Estamos ante algo que es mucho más que un concepto científico. Es una metáfora poderosa para el cambio social. Si cada persona se viera como parte de un ecosistema, donde su bienestar depende del bienestar de quienes lo rodean, la empatía y la responsabilidad social dejarían de ser opcionales. Un mundo concebido desde esta perspectiva demandaría instituciones que reflejen esta interconexión, que promuevan políticas de justicia social y medioambiental, y que fomenten la inclusión como un recurso valioso, no como una concesión.

Pensarnos como holobiontes es, en el fondo, una lección de humildad. Nos recuerda que somos vulnerables y dependientes, sostenidos por redes visibles e invisibles que nos conectan a los demás y al planeta. El éxito no se puede medir en función de logros individuales, sino en la capacidad de las comunidades para sostenerse mutuamente y enfrentar los desafíos de un mundo cada vez más interdependiente.

Redefinir nuestra relación con el planeta y con quienes lo habitamos,  es una invitación a imaginar un futuro donde la cooperación, la inclusión y la diversidad sean los principios rectores de nuestra existencia. Cada persona, cada comunidad y cada organismo son parte de una red mayor que sostiene la vida en todas sus formas. Tal vez, el legado de Margulis no solo cambie la biología, sino también la manera en que nos entendemos como sociedad. En definitiva, es un nuevo modo de imaginar la vida en común.

Por Mauricio Jaime Goio.

Fuente: Ideas Textuales

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