Luisa, de 97 años, lleva la vida con relajo y mucho ánimo. A pesar de una dolencia de la cadera que la hace cojear, se mueve con bastante soltura y es autovalente. Muy sociable, gran conversadora, de lengua afilada.
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No duda en dar su opinión cuando se le da la gana, aunque no se la pidan. Fémina de esas de la segunda mitad del siglo XX. De peinado de peluquería, cuidadosamente vestida, preocupada al extremo en la combinación de formas y colores. Su rostro siempre maquillado. Y, sobre todo, los labios pintados de carmesí. Con retoques varias veces al día. La vida sobre ruedas, nada más lejos de su cabeza que la idea de la muerte. Hasta que un día cualquiera, tontamente, tropezó y fue a dar con su cabeza contra el suelo. Entonces todo cambió.
La muerte es la gran paradoja de la sociedad urbana occidental. Desde el momento de nacer toda nuestra vida es incerteza, menos un solo hito que sabemos con seguridad que tendremos que enfrentar: La muerte. Nada más complicado que lidiar con ella, lo que ha posibilitado el impulso de las religiones, filosofías y toda clase de ideas que nos permitan, al menos, lidiar con la ansiedad que nos produce este incierto momento de nuestra vida. Ni las cremas antiarrugas o las operaciones estéticas o el gimnasio o los consejos del gurú de turno nos salvaran de enfrentar ese momento en que dejamos de vivir, al menos biológicamente.
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La muerte es un fenómeno universal entrelazado con nuestra condición humana, que ha intrigado e inspirado a las culturas de todo el mundo durante siglos. Desde una perspectiva antropológica, no es meramente un punto final, sino un pasaje cargado de símbolos, narrativas y transformaciones. Basándonos en la investigación del Dr. Christopher Kerr, podemos afirmar que las experiencias de personas con cercanía a la muerte demuestran visiones y sueños, que pueden interpretarse como ecos modernos de antiguos ritos de paso.
Los sueños y visiones reportados por pacientes terminales, estudiados por el Dr. Kerr, resuenan con temas antropológicos de transición y conexión. Estas experiencias, a menudo involucrando a seres queridos fallecidos o animales preciados, evocan el espacio liminal descrito en los ritos de paso. Un umbral donde los vivos y los muertos convergen, y el individuo se encuentra suspendido entre estados de existencia. Estos encuentros no son meramente personales, sino también comunales, encarnando la necesidad humana compartida de reconciliar el pasado antes de embarcarse en lo desconocido.
Luisa paso casi un año entre hospitales y el hogar de reposo al cual tuvo que ser derivada para su mejor atención. Dejó de caminar, su vida social y gran parte de sus recuerdos, llegando a desconocer a muchos de sus seres más queridos. Poco a poco se fue apagando. Hasta un mes antes de su muerte, en que pareció entregarse. Se hundió entre el sopor y el mutismo, dejando de comer.
La antropología desafía el reduccionismo clínico que a menudo domina las comprensiones contemporáneas de la muerte. Las observaciones de Kerr revelan un marcado contraste entre la visión medicalizada de la muerte como falla biológica y la perspectiva humanista que la considera como la culminación de la narrativa de una vida. Los antropólogos han argumentado durante mucho tiempo que la muerte, al igual que el nacimiento, es un fenómeno profundamente cultural, moldeado por mitos, símbolos y prácticas que trascienden al individuo.
La investigación de Kerr nos invita a ver estas experiencias de fin de vida como artefactos culturales. Como esos momentos donde la historia del individuo se entrelaza con temas existenciales más amplios. Sueños de viajes, encuentros con figuras protectoras y reuniones con seres queridos evocan motivos mitológicos presentes en sociedades diversas, desde Caronte en la Grecia antigua, que guiaba las almas al inframundo, hasta los chamanes inuit que conducen los espíritus a través de paisajes helados.
Una dimensión a menudo pasada por alto es el impacto de estas experiencias en los vivos. Las familias que presencian los sueños de sus seres queridos moribundos atraviesan un viaje paralelo. Antropológicamente, esto puede compararse al papel de los dolientes en los rituales de muerte, cuya presencia ayuda a cerrar la brecha entre lo tangible y lo trascendente. Estas visiones no solo consuelan al moribundo, sino que también ofrecen a los vivos una narrativa de continuidad y cierre, aliviando su duelo y reformulando su relación con la muerte.
Los niños, como señala Kerr, abordan estas experiencias con una apertura libre de los constructos culturales de la mortalidad. Sus sueños son vívidos y simbólicos, poblados por animales familiares o luces reconfortantes, eco de los mitos creativos de la vida y el más allá presentes en muchas tradiciones orales. En su inocencia, encarnan al viajero arquetípico que ve más allá del velo, sin el cinismo de la adultez.
Desde una perspectiva antropológica, estas visiones de fin de vida desafían la tendencia occidental a aislar la muerte como un evento biológico. Nos recuerdan que morir es un acto profundamente humano, impregnado de significado y conexión. La recurrencia de figuras protectoras, viajes y reuniones refleja arquetipos universales que las culturas han utilizado para enfrentar la mortalidad.
Los sueños de los moribundos, entonces, son actos míticos. Un intento de coser los fragmentos de una vida en una historia coherente que trascienda los límites del tiempo y el espacio. Estas experiencias no son delirios, sino expresiones culturales profundas, que afirman que, incluso al final de la vida, el espíritu humano busca narrativa, conexión y significado.
A medida que la medicina moderna avanza, corre el riesgo de perder de vista las profundas historias humanas incrustadas en la muerte. El trabajo del Dr. Kerr nos recuerda la necesidad de honrar las dimensiones subjetivas y simbólicas de morir. La antropología, con su compromiso de entender los rituales y significados compartidos de la existencia humana, ofrece una perspectiva vital.
Las visiones de los moribundos no son meras anécdotas personales, sino reflejos de nuestro intento colectivo de enfrentar lo desconocido. Son recordatorios de que, incluso en el silencio del último aliento, la humanidad sigue tejiendo sus mitos, buscando consuelo y significado en los territorios inexplorados de la muerte.
Un día antes de su muerte Luisa abrió sus ojos, miró a su hija y le pidió que le pintara los labios. Ya estaba lista. Tenía que estar impecable para el viaje.
Por Mauricio Jaime Goio.