El laureado autor español Arturo Pérez Reverte, ya luciendo sin complejo sus canas y arrugas, ha dado una interesantísima entrevista a la revista española Ethic. Entre sus dichos y las entrañables anécdotas, deja una frase para el bronce, y que sirve de título a la: “La línea entre el bien y el mal, que somos tan aficionados a trazar, es falsa”. Después de cubrir varias guerras en su juventud como periodistas y escribir muchos éxitos literarios, enfilando el último trecho de su camino, nos sale con esta joya. Cuando pareciera que nuestra civilización se resguarda cada vez más en los absolutos, pretendiendo ser detentores del bien, el prefiere la reflexión profunda colocando todo en términos de relatividad.
Fuente: Ideas Textuales
La línea entre el bien y el mal es más difusa de lo que nos gusta creer. Sin embargo, nos lo repiten desde que somos niños, en las aulas, en los púlpitos, en los medios y en las redes sociales: hay buenos y hay malos. Lo demás, dicen, es complicarse. A la gente le encanta simplificar, reducir la vida a una historieta de vaqueros donde todo se resuelve con un héroe de sombrero blanco que ajusta cuentas con el villano de turno. Una manera de contar las cosas que hace la vida más cómoda, sin duda. Pero la realidad, como dice Pérez Reverte, es mucho más compleja.
A través de los medios se nos cruzan hombres y mujeres que se consideran buenos, con su uniforme de soldados o con el traje de burócratas, con su Biblia o su Constitución en la mano. Y están, como no, aquellos a los que llaman malos, con la barba crecida y el cuchillo en la cintura, con el rostro curtido por la intemperie o con una sonrisa de cínica superioridad. Cuántos asesinatos en nombre de la justicia o inmolaciones con la certeza de estar haciendo lo correcto. La vida no es una novela de caballería, aunque muchos aún se empeñen en escribirla así.
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Los verdaderos villanos rara vez llevan capa ni lanzan carcajadas diabólicas. No tienen colmillos ni un plan para destruir el mundo. Suelen ser hombres y mujeres perfectamente normales, de aspecto inofensivo. Trabajan en oficinas bajo una luminaria fluorescente, firman documentos, aplican reglas. Pueden ser tipos que en la cena con su familia presumen de haber reducido costos en su empresa, sin mencionar que eso implicó dejar en la calle a cientos de trabajadores. O políticos que justifican un bombardeo con la misma frialdad con la que escogen el vino para acompañar la cena. Gente educada, con trajes bien planchados, que duerme con la conciencia tranquila. Hannah Arendt lo llamó «la banalidad del mal». No es una cuestión de monstruos. Es una cuestión de trámites, de órdenes, de burocracia.
Los héroes, por otro lado, ya no son lo que eran. Nos han vendido tantas historias de redención y sacrificio que ahora cualquiera con una pancarta o una cuenta de Twitter se cree un cruzado. Un héroe de escaparate, fabricado para las cámaras, listo para ser aplaudido por su valentía desde la comodidad del sofá. Pero el verdadero heroísmo rara vez es cómodo. Suele oler a pólvora y a sudor, a miedo contenido, a desesperación. No se viste con discursos épicos ni se filma en alta definición. Es un acto solitario, a menudo condenado al fracaso, y casi siempre mal pagado.
Entre esos extremos, entre los supuestos buenos y los supuestos malos, están los que no encajan en ninguna casilla. Los que hacen lo que hay que hacer, sin esperar gloria ni reconocimiento. Los que han aprendido que el mundo no se divide en bandos puros, sino en supervivientes y en ilusos. Podemos encontrarnos con hombres que han salvado vidas traficando con armas, y a otros que han cometido crímenes para evitar que se cometieran mayores. A mercenarios con más honor que los generales, a mafiosos con más lealtad que los políticos. Gente que ha entendido que en este tablero no hay reglas claras, solo decisiones, y que esas decisiones siempre tienen un precio.
El problema con el mundo contemporáneo es que ha elevado la hipocresía a una forma de arte. Se condena la guerra, pero se venden armas. Se defienden derechos, pero se recortan libertades. Se exalta la justicia, pero se permite que los criminales sigan en el poder. Se juzga sin contexto, sin memoria, con la facilidad con la que se desliza el dedo sobre la pantalla de un teléfono móvil.
Y así seguimos, alimentando la ilusión de que el bien y el mal son categorías absolutas, de que siempre estamos del lado correcto de la historia. Pero la historia tiene la mala costumbre de ponerlo todo en perspectiva. Lo que hoy parece noble mañana puede ser visto como barbarie. Lo que hoy se celebra, mañana se condena.
Al final, el mundo sigue girando, indiferente a nuestras ilusiones de moralidad. Lo único que queda es la mirada del que estuvo allí, del que vio lo suficiente para entender que la línea entre el bien y el mal no es una frontera clara, sino un territorio brumoso donde cada quien encuentra su propia verdad. O se engaña creyendo haberla encontrado.
Por Mauricio Jaime Goio.
Fuente: Ideas Textuales