Pax romana


 

 



La pax romana no fue solo un período de estabilidad en un imperio vasto y diverso, sino un delicado equilibrio entre la fuerza y la diplomacia, entre la imposición y la aceptación, que permitió la expansión de una red cultural, económica y política sin precedentes. Bajo su manto, las legiones garantizaban el orden, pero ese silencio aparente ocultaba tensiones latentes, resentimientos locales y luchas silenciosas por mantener vivas identidades que el peso de Roma amenazaba con borrar. Fue una paz cimentada en la violencia, pero también en la negociación, donde la ingeniería, el derecho y la lengua latina tejieron un entramado común entre pueblos dispares.

Sin embargo, la pax romana fue también un espejismo, una tregua frágil que dependía de la continuidad de un poder central fuerte. Hoy, en una Europa fracturada, la evocación de aquella era resuena como un recordatorio de que toda paz duradera se enfrenta al riesgo constante de la erosión, y que la unidad impuesta nunca es inmune al retorno de las tensiones que, tarde o temprano, reclaman su lugar en la historia.

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La Guerra de Ucrania-Rusia ha fracturado los cimientos de una Europa que, tras la Segunda Guerra Mundial, había logrado mantener un delicado equilibrio bajo la sombra protectora de alianzas económicas y militares. Este conflicto, más que una mera confrontación territorial, simboliza el choque entre dos visiones de mundo. La de una Europa que se concebía como un espacio de cooperación y democracia, y la de una Rusia que, guiada por un revisionismo imperial, desafía las fronteras y las normas establecidas. Ucrania, en el centro de esta disputa, se ha convertido en el espejo de un continente que observa, una vez más, el rostro de la guerra en su propio suelo, desvaneciendo la ilusión de una paz duradera y revelando las fisuras de una unión que, aunque fuerte en el papel, muestra su vulnerabilidad frente a las ambiciones autoritarias.

Este conflicto marca el fin de lo que podría considerarse una pax romana moderna en Europa, donde la paz no era producto de la ausencia de tensiones, sino de un consenso tácito de que ningún país desafiaría abiertamente el orden establecido. Como en la antigua Roma, cuyo dominio garantizaba una relativa estabilidad, la Europa contemporánea se sostenía en un pacto de respeto mutuo y disuasión. La invasión rusa ha quebrado ese pacto, recordando al continente que las amenazas latentes nunca desaparecen, solo esperan su momento. Este nuevo escenario obliga a Europa a reimaginar su identidad y su futuro, en un contexto donde la paz ya no puede darse por sentada y donde la historia, con su peso implacable, vuelve a imponerse como maestra dolorosa.

La gran ironía de toda esta situación es que el regresar al cauce de la concordia parece escapar a su control. En el intertanto se les ha colado la megalomanía de Trump. Así. mientras las delegaciones de Estados Unidos y Rusia se sientan en Riad para negociar el fin de la guerra en Ucrania, ni Europa ni Ucrania han sido invitadas a la mesa donde se discuten sus propios destinos. Este escenario, que remite a la histórica conferencia de Yalta en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, llama a la reflexión sobre el poder, la justicia y la fragilidad de las democracias. Reducir la política internacional a un juego de influencias entre potencias es un atentado contra la dignidad y el frágil equilibrio de una Europa en ebullición.

La abogada Oleksandra Matviichuk, quien ha documentado incansablemente los crímenes de guerra cometidos por Rusia, advierte que una paz sostenible solo será posible si Ucrania y Europa son parte activa del proceso. La exclusión de actores clave no solo compromete la legitimidad de cualquier acuerdo, sino que también revela una crisis en la esfera pública europea, un espacio que debe considerarse esencial para el ejercicio de la libertad.

La postura rusa, que utiliza la guerra como herramienta geopolítica y desprecia las normas internacionales, evidencia el peligro de un mundo donde el poder se impone al derecho. Pero también lo hace la incapacidad de Europa para responder de manera unificada, reflejando una erosión de su identidad política. Esta situación es un recordatorio de que la inacción ante la injusticia es caldo de cultivo a la escalada de conflictos que puedan conducir a un estado de guerra continuo. La paz no puede ser impuesta. Debe ser construida con justicia y reconocimiento mutuo.

Para Ucrania, ser excluida de las negociaciones es una violación a su soberanía. Para Europa, no estar en la mesa es un golpe a su relevancia global. La libertad y la justicia nunca son dádivas. Deben defenderse activamente. Y hoy, esa defensa se libra no solo en los campos de batalla, sino también en las mesas de negociación donde las ausencias son tan elocuentes como las voces presentes.


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