Nadie – de acuerdo con el nuevo protocolo social – llama de manera directa a una persona. Por más amigo o pariente que éste sea. No. No puedes hacer eso porque estás siendo agresivo, maleducado y, hasta, incluso, intruso, molesto y desubicado. ¿Pero, por qué? ¿Desde cuándo llamar a una persona está mal visto? ¿Cómo es que hemos llegado a esta situación de pedir permiso por todo y para todo? De creer que todos estamos de cabeza en una reunión sesuda o con el tiempo tan constreñido que no tenemos tiempo para atender una simple llamada. Pero eso sí. Tiempo para chatear o para escrolear hay de sobra. Pero para atender una llamada, no. Eso sí que no.
Varios estudios de telefónicas de Europa reafirman el hallazgo psicológico de que los jóvenes experimentan ansiedad o mucho estrés, cuando alguien los llama. O peor aún: cuando se ven obligados a llamar.
Y este mal fenómeno o distorsión de comunicación interpersonal aparece cuando hemos dejado de lado los grandes beneficios de hablar con otra persona. De hecho, la neurociencia defiende los beneficios de hablar por teléfono, al escuchar la voz de un amigo o de una persona allegada; no sólo es muy saludable, sino, además, te llena de endorfinas. De hecho, escuchar una voz amiga crea vínculos muchísimo más fuertes que enviar un mensaje de texto frio y estandarizado.
La distorsión de la conversación va mucho más allá frente al hallazgo de que la mayoría de las personas preferirían mandar un audio en lugar de llamar y entablar una conversación. Curiosamente, con la llegada del teléfono móvil, la posibilidad de hablar con todos todo el tiempo y a cada momento era algo extraordinario. Atrás se había dejado la sensación de “haberse perdido” una llamada al teléfono fijo, por no haber escuchado sonar el teléfono o por haber descolgado el auricular a destiempo, quedando con la duda de quién había llamado. ¿Si era el novio? Si era la madre de uno preguntando por nosotros o quedar en falta por no haber recibido aquel recado importante para alguien de la familia.
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Escuchar una voz amiga crea vínculos más fuertes que enviar un mensaje de texto. Escuchar una voz amiga crea vínculos más fuertes que enviar un mensaje de texto. Y lo hace porque amerita dos elementos fundamentales: prestar atención y escuchar de manera fidedigna al interlocutor. Había – y hay – un esfuerzo mental. Un racionamiento lógico y verbal. Hay cognición y procesamiento de información que amerita respuesta inmediata.
Ahora buscamos pausas. Silencios. Nos angustia escuchar una voz al otro lado de la línea y tener que encontrar las palabras justas. Las respuestas adecuadas. Nos aterra quedar en evidencia o en ridículo. Preferimos esa muralla. Ese dique de contención permanente. De hacer creer al otro que estamos ocupados lidiando con temas mucho más importantes que atender tu llamada. ¡Tamaña imbecilidad!
Es el odio a la comunicación síncrona, porque el otro puede escuchar nuestros titubeos o nuestros silencios. Es más difícil mentir, mientras hablas. Por eso los sistemas de comunicación asíncronos, como los audios de WhatsApp o los mensajes de texto, son nuestra almohada psicológica y nos permiten editar o borrar un mensaje o reescribirlo hasta diez veces, hasta considerarlo perfecto.
Ya lo decía Soren Kierkegaard cuando definía el concepto de angustia. Para el filósofo danés, el sentimiento de la angustia se produce cuando una persona percibe que una acción podría salvarlo o condenarlo. Esa dicotomía existencial, no se basa en una aniquilación, sino en una sensación de hundimiento.
Por eso es por lo que estamos desesperados por controlar – lo más posible – aquella versión idealizada de nosotros mismos y que en una conversación en tiempo real podría delatar. El 97% de los jóvenes entre 14 y 25 años – según las telefónicas españolas – prefieren wasapear en lugar de llamar. Pero, además, ni siquiera con todo el mundo, sino solo con los más íntimos. Así que cuando uno – como padre que ya rebasa los 58 años – llama a un hijo, probablemente se encontrará con un lacónico WhatsApp de vuelta: “¿Qué quieres?”. ¡Pero de hola, papá! ¡Imposible!
Bienvenida – o no- a la generación muda. El 75% de los jóvenes (veinteañeros y adolescentes) evita por todas las vías las llamadas porque consumen “demasiado tiempo” y el 64% asegura que de esa manera evitan tratar con “gente pesada y demandante”. Casi el 85% experimenta aprehensión y ansiedad si tiene que llamar, y necesita unos minutos para prepararse. ¿O sea el gigantesco miedo a un simple…hola?
Sin mencionar la otra mala conducta y de pésimo gusto – ojo, superior al 88% – de “dejar sonar” el teléfono mientras miran fijamente la pantalla, y cuando al fin el que llama, corta la comunicación telefónica, envían un mensaje cínico: ¿Me llamaste?
Por lo pronto, en lo que a mi concierne, si usted, quiere hablar conmigo, ¡llámeme! Porque su mensaje de texto es muy probable que lo conteste hasta con tres días de retraso