The New Yorker: un siglo de cultura neoyorquina


Nueva York debe ser la ciudad más icónica y visible del planeta. Recreada en películas, series de televisión, novelas, cuentos, reportajes periodísticos, pinturas y un infinito etcétera de formas de expresión. Es imposible recorrer sus calles sin toparse con lugares familiares que nos han acompañado de siempre. No es simplemente un conjunto de edificaciones ordenadas. Es una urbe con carácter. Resalta sobre todos con una identidad que seduce no sólo a sus habitantes, sino a todos aquellos que alguna vez han tenido el placer de gastar sus zapatos caminándola.

Sin duda es una ciudad que se reescribe constantemente. No es de extrañar que sirva de escenario para tantas manifestaciones artísticas, considerando que su día a día se viva como un universo que contiene una multiplicidad de ricas historias asociadas a una identidad muy propia. Un ir y venir de relatos y personajes. Una dinámica que define una cultura muy neoyorquina, que una publicación ha logrado capturar, con ironía y elegancia, dando cuenta de la esencia misma de la ciudad y sus contradicciones: The New Yorker.



Fundada en 1925 por Harold Ross y Jane Grant, The New Yorker nació con la vocación de ser un «periódico cómico», pero terminó convirtiéndose en el referente periodístico y literario más sofisticado de la cultura estadounidense. Con un humor que oscilaba entre la acidez y la ternura, una estética inconfundible y un periodismo de profundidad, esta revista no solo retrató la vida de Nueva York, sino que también contribuyó a darle forma al mito de la Gran Manzana. En sus páginas convivieron las narraciones de J.D. Salinger y John Updike, los ensayos filosóficos de Hannah Arendt, las crónicas de Joan Didion y los relatos de Alice Munro. Todo bajo la mirada vigilante de Eustace Tilley, el caballero con monóculo que apareció en la primera portada y que, como la ciudad misma, ha sabido reinventarse con los años.

Si hay algo que define a The New Yorker es su manera de contar historias. No hay prisa ni urgencia por la noticia inmediata. Cada texto es un ejercicio de artesanía en el que cada coma, cada dato y cada adjetivo son verificados con una meticulosidad que roza la obsesión. En un mundo donde la información se ha convertido en un torrente incontenible, la revista sigue apostando por la lentitud, por la pausa reflexiva y el análisis que perdura más allá del escándalo del día. Mientras otros medios digitales compiten por la viralidad, The New Yorker mantiene su inconfundible tono pausado y su predilección por los matices.

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En sus cien años de historia, ha sido testigo y cronista de los momentos más importantes del siglo XX y XXI. Desde la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del Muro de Berlín, desde el auge del feminismo hasta el 11 de septiembre, desde el boom de Silicon Valley hasta el trumpismo, la revista ha estado ahí, explorando no solo los hechos, sino el impacto que estos tienen en la psique colectiva. Su célebre artículo «Hiroshima», de John Hersey, publicado en 1946, revolucionó el periodismo al ser uno de los primeros reportajes de no ficción que capturaba el horror de la bomba atómica desde la perspectiva de los sobrevivientes. Y en la actualidad, su cobertura de temas como el cambio climático, las desigualdades raciales y la erosión de la democracia en Estados Unidos sigue marcando el pulso de la conversación global.

Pero más allá del peso de su contenido, The New Yorker ha sabido mantener el equilibrio entre lo intelectual y lo lúdico. Sus caricaturas, a menudo minimalistas y mordaces, han sido una marca de identidad tanto como sus reportajes. En una de sus viñetas más célebres, un perro sentado frente a una computadora le dice a otro: «En internet, nadie sabe que eres un perro». La frase, publicada en 1993, anticipó la era de la identidad digital con una ironía profética. Y es que la revista siempre ha tenido la capacidad de adelantarse a su tiempo sin perder el sentido del humor.

Ahora, en su centenario, The New Yorker sigue siendo un faro en un océano de información superficial. Con una circulación que ha crecido incluso en tiempos de crisis para el papel impreso, y con una audiencia que se expande más allá de los límites de Manhattan, la revista ha demostrado que la calidad y la profundidad no están reñidas con la popularidad. La digitalización de su archivo y la diversificación de sus formatos han permitido que nuevas generaciones descubran su legado, mientras que su apuesta por el periodismo de largo aliento la mantiene como una de las publicaciones más respetadas del mundo.

En un siglo marcado por la inmediatez, The New Yorker nos recuerda que las mejores historias no se escriben con prisas. Que en un mundo donde la realidad se vuelve cada vez más absurda, el humor sigue siendo la mejor manera de entenderla. Y que, como Nueva York misma, siempre habrá espacio para una nueva crónica, un nuevo ensayo, una nueva viñeta que nos ayude a descifrar el tiempo en que vivimos.

Por Mauricio Jaime Goio.


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