TikTok: la masiva cacofonía de la liturgia


 

 



Dios ya no es Google. Murió hace unos tres años. Ahora, el nuevo culto religioso se llama TikTok. De hecho, cuando se prohibió dicha red social en Estado Unidos y, luego, Trump con una de sus primeras órdenes ejecutivas, levantó el baneo, cientos de millones norteamericanos jóvenes miraron al cielo y exclamaron: ¡Milagro! ¡Fue una intervención divina!

TikTok había resucitado de entre los muertos este pasado 19 de enero. Su deceso duró unas cuantas horas, pero luego, fue insuflado y revivió para el paroxismo de sus creyentes.

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De hecho, cuando el actual presidente americano anuló la carta de defunción, otorgándole una extensión a la aplicación de propiedad china para su restablecimiento, millones tiktokearon casi al unísono: ¡Nuestros rezos fueron escuchados!

Lo curioso de todo es que es un Dios chino que ni siquiera vive en China. Sólo lleva su sello de fábrica: Hecho en China. Es una copia mejorada de otras plataformas.

Tampoco, los más de dos mil millones de usuarios fervientes de TikTok de todo el mundo, son de nacionalidad china. Simple y llanamente porque es una deidad prohibida para los chinos. Para ellos, su Dios se llama Douyin, creada por el dueño de ambos dioses: ByteDance.

«FaithTok”, o la teocracia tiktokera, como la denominan algunos analistas de la industria tecnológica, es una congregación ecléctica. Están moros y cristianos metidos en un mismo lodo. Se pueden “presenciar” desde misas, vera a sacerdotes católicos rociando agua bendita a sus parientes; se puede “estar” con los santos de los últimos días (mormones) leyendo sus escrituras o; “rezar” con otros musulmanes recitando el Corán (que, por si acaso, para los más extremistas, el uso de cualquier tecnología es pecado mortal. La tecnología es para los infieles. Hasta que, por supuesto, vieron en la plataforma la mejor manera de diseminar por el mundo sus taras religiosas).

Incluso, se ha llegado a niveles insospechados como por ejemplo que las monjas de claustro permitan a sus “comunidades” atisbar la vida en convento, pulverizando toda la intimidad religiosa de las monjas.

Se podría afirmar que TikTok es una inmensa cacofonía de la liturgia que – a muchos desconcierta y a otros ilumina -, tiene a todos bajo sus sotanas o sus solideos musulmanes. La aplicación está cambiando el consumo de la fe y de la cultura de manera extraordinaria y sin parangón alguno.

Pero cuidado. No es la primera vez que una tecnología influye en la religión. La llegada de la imprenta masificó el acceso de la plebe a la biblia. A los escritos sagrados. Exclusivo de los sacerdotes y reyes. De pronto, las casas – adineradas, primero y luego, las más pobres – tenían sus biblias. Se las tocaba. Se las leía, en voz baja y bajo el cobijo de una luz de vela. Dios estaba en las mesas de todos. La palabra se había masificado.

¿Pero de qué más podemos esperar de este sincretismo religioso digitalizado? Quizás, como algunos extremistas defienden, ya casi rayando en una enajenación – o no -, que en un mundo regido por la ciencia y la tecnología las religiones tradicionales han expirado, por lo que ahora se necesitaría de un nuevo credo: El sinteísmo.  Una religión que en lugar de creer en un dios creador del universo y de los seres vivos, es preferible “creer” en uno lógico y que sean las propias personas las encargadas de crear a ese dios o – porque no – a sus dioses. Para ellos si en el cristianismo el Espíritu Santo es la manifestación de Dios cuando los fieles están juntos, entonces, Internet – con miles de millones de personas conectadas -, es el Espíritu Santo de la sociedad digital, la comunidad de la nueva religión.

Lo cierto es que a medida que las personas pasan más tiempo en Internet, es menos probable, por supuesto, que oren o asistan a servicios religiosos, de manera masiva y recurrente. O, incluso, que pertenezcan de manera activa a una tradición religiosa.

Para eso esta TikTok. El mayor púlpito y más ruidoso que se tenga conocimiento. Hasta la fecha.

De hecho, los cambios que esta plataforma estaría provocando son transformaciones tan profundas que la propia manera de consumir la fe se haría bajo tres formas diferentes. Primero, las conversaciones se están produciendo bajo un tono diferente, especialmente entre los jóvenes, que no siempre se sienten atraídos por aquellas figuras religiosas tradicionales. Buscan a personas similares y se sienten mucho más cómodos entre ellos. Tienen complicidad y, el beneficio mayor, es que entre ellos se entienden y comprenden. No hay una actitud confesional punitiva.

Segundo, la informalidad. Aquella religiosidad, aquella escrupulosidad, aquella gravedad propia de la misa en iglesia – con humos, espejos y altares -, esta siendo reemplazada por clips, por reels, por frases inspiracionales. De hecho, estaríamos frente a un fenómeno de que incluso cualquier persona, sin haber pasado, obligatoriamente, por un seminario o formación religiosa, pueda predicar y tener una comunidad muchísimo más grande y “poderosa” que la de cualquier sacerdote de pueblo. Y, tercero, la fragmentación de la narrativa religiosa y la desinformación. El Trumpismo, por ejemplo, es casi una religión. Las teorías conspirativas. Las miradas apocalípticas o la aparición de miles de influencers autodenominados “salvadores” o “hijos de Dios”. Sin mencionar todo el descalabro que ocasionará la llegada de la IA: ¡El Dios supremo!


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