Se requiere un sinceramiento electoral que le permita acuerdos al próximo gobierno, inevitablemente débil, para superar la debacle económica.
Fuente: La Razón
Si hay una decisión colectiva que sostiene nuestra vida política y el estado boliviano, en medio de tanta diversidad y enormes diferencias geográficas, sociales, culturales y políticas, es que elegimos vivir en democracia y así lo hacemos desde hace más de cuatro décadas. Sin embargo, la crisis de combustible, la falta de dólares, la tendencia especulativa con los precios de la canasta básica y la confrontación política, han puesto al país en una situación de enorme tensión y al borde de un enfrentamiento, que nos lleva a un estado de agotamiento, inviabilidad y derrota de la democracia.
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Sin embargo, curándonos de nuestra ingenuidad, su sobrevivencia no es por respeto a la democracia y menos a la decisión colectiva por un sistema político que nuestra democracia se mantiene, aunque maltrecha y negada cotidianamente por mucha gente. Está en pie porque nadie, partido, fracción o grupo corporativo, tiene la fuerza material, política o institucional, para derribar al gobierno legalmente establecido, como desesperadamente y a cualquier precio quisieran hacerlo. Los militares que el año pasado intentaron presionar con ese bufonesco intento de golpe, están pagando con su libertad el mayúsculo equívoco político. Lo mismo sucede con la dura oposición parlamentaria que niega la aprobación de créditos a sabiendas de que impedir el acceso a divisas inviabiliza a este o a cualquier gobierno y que una parálisis del país por falta de transporte acabaría con el gobierno en unos días, simplemente contando con el cansancio de la gente en las colas o el quiebre económico. En esta oposición, hay que separar a las expresiones políticas de quienes sin decir o asumir expresamente, apuestan a un derrumbe del gobierno como medio para enterrar las casi dos décadas de un proceso político y abrir un futuro político, de la oposición interna del MAS que sale de la fractura partidaria y que apuesta a la misma crisis y al derrumbe del gobierno buscando recuperar su viabilidad política.
La crisis múltiple que vive el país, con esta profundidad y alcances, tiene muchos componentes, actores y circunstancias. Sin embargo, hay que ser selectivos en el análisis porque debemos recoger las problemáticas y las soluciones que nos pongan, con las lecciones aprendidas, en el escenario del próximo gobierno legal y legítimamente democrático si queremos apostar a salir adelante y superar la crisis. Lo contrario sería conducir mirando el retrovisor y quedar absortos en la miseria política que inflama, pero niega el razonamiento. Por ello, nos concentraremos en una reflexión global en torno a los tres ejes y dimensiones claves de la democracia: economía, política e institucionalidad.
Lo primero, y afirmando sin ambages, la crisis es consecuencia del sometimiento de la economía por parte de la política, empezando por el increíble descuido de la principal fuente de los ingresos públicos sin los cuales no funciona un estado y mucho menos el nuestro, acostumbrado a los ingresos por la venta de recursos naturales, con el gas en primer lugar. Olvidamos lo que las elecciones de 1992 popularizaron en el debate norteamericano y luego en el mundo, la famosa expresión de «Es la economía, estúpido». Sí, nos pusimos estúpidos y subestimamos la importancia de la economía y sus proyecciones sobre la política. Empezamos a gastar más de lo que ingresábamos y permitimos un irracional nivel de gasto en divisas como el que financió la importación de más de 50 mil vehículos nuevos el año 2023 y de todavía 30 mil el año pasado, que sumados multiplicaron el parque automotor nacional en más de 5 veces desde el 2002. Miles de vehículos circulando con gasolina subvencionada y con todos los gobiernos subnacionales descuidando el transporte público masivo. Un gasto insostenible que también financia a la agroindustria, a la desbocada minería ilegal, a los miles de autos chutos e incluso al narcotráfico; aunque habrá que recordar que el 2010 el gobierno quiso levantar esta subvención y una enorme movilización capitalina lo hizo retroceder en menos de 5 días. Al mismo tiempo, el estado y su burocracia quisieron hacer de todo y ocuparse de cualquier emprendimiento que provocara gasto –la famosa frasecilla de «obras de impacto»– y acomodara adeptos, como ejemplifican las instalaciones para la producción de papas fritas, la fábrica de cajas de cartón o las plantas industriales construidas sin asegurar la materia prima o la fuente de energía, en vez de concentrar la inversión pública en los componentes estratégicos de la economía y dejar el resto a la iniciativa privada; que, por si acaso, no refiere solo a los tradicionales empresarios privados, sino también a los campesinos que son pequeños propietarios privados o a los tantos pequeños y medianos productores urbanos y rurales, etc. Por ello sobresalta la incoherencia entre el postulado de la centralidad del estado en aspectos estratégicos, pero que no hubiera recuperado la funcionalidad del oleoducto Arica–Sica Sica –propiedad de YPFB desde que se construyó en los años 60 y llegaba hasta Santa Cruz, con fines de exportación–, ahorrando en tiempo y costo el transporte de combustible y evitando tantos accidentes y contratiempos como los bloqueos de las cisternas, etcétera.
Dos, en cuanto a la política. El núcleo, el contenido y el sentido de la vida en democracia, no ha podido desarrollar un espacio de gestión de la política y las diferencias; por el contrario, se ha convertido en el escenario principal de la crisis democrática. Lo lógico de un sistema democrático es que sus actores centrales, los partidos políticos, cualifiquen y aporten a la gestión democrática disputando el poder, debatiendo ideas desde una perspectiva constructiva y administrándose internamente, pero no fue así, en absoluto. El MAS, con su fractura a partir del año 2022, se convirtió en el epicentro de la crisis política. En casi 30 años no estableció una institucionalidad interna que oriente su accionar político y administre las diferencias o su crisis desde una práctica democrática, que era lo que correspondía de una organización que postulaba una «Revolución democrática y cultural». Al frente, en las oposiciones políticas que, paradójicamente, reclamaban por el ejercicio y la práctica de una democracia auténtica, resulta que en más de dos décadas no pudieron construir instituciones – organizaciones políticas y menos elaborar un ideario que supere el rechazo visceral al masismo. Su habilidad política no pasó de la constitución de ocasionales frentes electorales, con elegidos que ni bien recibían credenciales de legisladores -estatales, departamentales o municipales- eran parte de las fracturas y la dispersión porque todo el sostén político eran acuerdos circunstanciales y siglas prestadas; esas que, extrañamente, el Tribunal Supremo Electoral permite que existan para alquilar y acomodar a los socios en la «franja de seguridad», sin ninguna otra función democrática.
El tercer elemento, lo institucional, sintetiza las dos crisis, la económica y la política, llevando este la peor parte porque la institucionalidad tiene por meta sostener y administrar el estado y el descargo de su funcionamiento no son discursos o arengas sino resultados de gestión. El estado es organigramas, funciones, competencias técnicas y planes y en sus principales órganos alcanzan a tener funciones políticas determinantes. Por ello, se constituyó en la principal y más visible arista de la crisis general y fue la consecuencia del solapado enfrentamiento entre dos órganos fundamentales: el Legislativo y el Judicial; en específico, las elecciones judiciales y el Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP). La cuestión arrancó de forma virulenta cuando una sentencia constitucional estableció el impedimento de los legisladores a interpelar y, eventualmente, censurar ministros (que según la Constitución determina su destitución) el año 2023. Sin duda, el TCP se extralimitó en sus funciones e interpretación del texto constitucional, aunque, y esto también debe estar bien claro, sin esta decisión judicial el gobierno no habría podido mantener a ningún ministro porque los diputados evistas estaban dispuestos a censurarlos a todos luego que la disputa interna no tuvo retorno. Al año siguiente, cuando todo hacía prever que las oposiciones, reforzadas por la fractura del MAS, cuidarían la realización de las elecciones judiciales para cambiar a los magistrados de los tres tribunales supremos y del consejo de la judicatura, resultó que el propio TCP, a través de sus salas constitucionales departamentales, puso piedras en el camino y las elecciones judiciales solo renovaron el grueso de los magistrados, quedando en pie 5 (de 9), que hacen mayoría en el TCP y que se habían autoprorrogado a través de una Sentencia Constitucional, arguyendo que no habiendo elecciones para sus cargos no harían abandono de sus funciones. Los legisladores nunca asumieron su responsabilidad política en el descarrilamiento de las elecciones judiciales y solo buscaron aprovechar el descrédito de la autoprórroga, olvidando que la múltiple disputa política acabaría de una u otra manera en el TCP. El cherry de la torta, en realidad, una picardía, es la última sentencia constitucional que anula la convocatoria a un pleno de la Asamblea Plurinacional, pero convalida la aprobación de ese mismo pleno de un crédito clave en la articulación de la red troncal de caminos del país.
Los políticos, desesperados en su frustración y sordos en su campana de eco, no pueden entender que, en general, la gente de a pie, en el día a día, y los tantos colectivos sociales, corporativos, culturales y productivos, son los que haciendo un esfuerzo extremo están aguantando la crisis, la economía, el estado y, finalmente, la democracia. Sin el estoicismo y nuestra proverbial tradición social y cultural de mantenernos en pie y soportar una crisis extrema, ya habría sucedido alguna barbaridad o tragedia como la del 2019. No es el caso, pero no debemos confiarnos sino, más bien, asumir con más claridad y potencia el régimen democrático como el principio político que nos mantiene en pie como sociedad y estado y que es un deber cívico aguantarlo por encima de cualquier diferencia de tipo político o partidaria.
Apostemos a que un ajuste de cuentas electoral o, lo que es lo mismo, un sinceramiento de las preferencias políticas desde la sociedad en su conjunto y desde el enorme mosaico o archipiélago social y cultural que nos reúne con país y estado, dirimirá esta crisis política en democracia y nos permitirá enfrentar la debacle económica. Es un hecho que nadie ganará con más de una mitad más uno, el próximo gobierno será débil y desde el principio debe asumir la necesidad de dialogar, consultar y hacer acuerdos que lo viabilicen, pensando que es momento de una síntesis democrática de la política y la economía de las últimas cuatro décadas lo que, virtuosamente, nos podrá sacar adelante. Pensar que hay un catecismo para salir de la crisis sería un imperdonable error.
Fuente: La Razón