Lo sagrado regresa por la puerta de atrás


En un lugar cualquiera en una ciudad como muchas, podríamos toparnos con una chica que pasa el dedo por su celular como si buscara señales en las estrellas. La pantalla le muestra el horóscopo diario, una lectura de tarot en TikTok y la carta astral que una app le generó según su fecha y hora de nacimiento. O quizás con un hombre de traje que conversa, muy seriamente, sobre un viaje a Perú donde tomó ayahuasca y “vio a su verdadero yo”. O puede ser una pareja que. en silencio, con los ojos cerrados, escucha un audio de meditación guiada por una influencer que susurra desde Spotify cómo alinear los chakras con la respiración.

No hay crucifijos en la escena. Nadie reza el rosario. Pero todos están buscando lo mismo que buscaban los antiguos, los mártires, los eremitas, los fieles de cualquier templo. Consuelo, sentido, algo que les devuelva la creencia en un alma, más allá del cuerpo. Como si, en un mundo que les enseñó a vivir sin dioses, aún necesitaran creer. A pesar del nihilismo elegante de los libros de autoayuda, de los algoritmos que nos conocen mejor que nuestros padres, y de la lógica cínica del mercado que convierte todo, incluso lo espiritual, en una mercancía, lo sagrado regresa. No por la gran puerta del templo, sino por los resquicios de la incertidumbre moderna.



En pleno siglo XXI, mientras la ciencia y la tecnología avanzan a velocidades vertiginosas, una pulsión más antigua que la escritura, la búsqueda de sentido, sigue palpitando con fuerza en el corazón humano. Lejos de desaparecer, como predijeron los heraldos del racionalismo, la espiritualidad ha mutado y se ha expandido en nuevas formas de sincretismo, mezclando cristianismo con prácticas orientales, animismo con meditación guiada, misa con constelaciones familiares. En este caleidoscopio espiritual contemporáneo, el 86,93% de los encuestados por el Instituto Wake Up afirma creer en el alma, cifra que se mantiene elevada incluso entre agnósticos (49%) y sorprendentemente entre ateos (19,35%), lo que sugiere que la negación de Dios no excluye la idea de una dimensión trascendente. Más aún, un 79,33% de los participantes cree que todos los seres vivos, y no solo los humanos, poseen alma, lo que revela un giro cultural profundo hacia el respeto de la vida en todas sus formas, impulsado quizás por el ecologismo, el animalismo y la huella de tradiciones orientales como el budismo o el hinduismo.

En ese mismo espíritu de apertura, más del 65% de los encuestados dicen identificarse más con la espiritualidad oriental que con la cristiana occidental. Y no es sólo una cuestión de preferencia estética. Un 71,34% cree en la reencarnación, incluidos casi un 71% de católicos creyentes, lo que refleja la erosión de las ortodoxias y la creciente permeabilidad de las creencias religiosas. En occidente mientras las religiones tradicionales retroceden, las nuevas formas de espiritualidad florecen: yoga, meditación, Reiki, biodescodificación, terapias energéticas y una infinidad de caminos que buscan paz interior más que redención eterna. El despertar espiritual, concepto que parecía reservado a los monasterios o a los textos sagrados, se ha vuelto una experiencia común. Un 80,78% de los encuestados afirma haberlo vivido, en su mayoría entre los 30 y 50 años, como respuesta a una crisis o tras un proceso de maduración. No hay duda: el fuego del alma sigue vivo.

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Durante siglos, lo sagrado fue el centro. El corazón del mundo giraba alrededor del misterio. Las fiestas, las guerras, el arte, la muerte y el amor se explicaban bajo la sombra de los dioses. No importaba si se llamaban Cristo, Quetzalcóatl, Buda o Wiraqocha. La vida era una conversación permanente con lo invisible.

Pero algo cambió. Con la Ilustración y sus promesas de razón, progreso y ciencia, el mundo se despojó de sus encantamientos. La fe fue confinada a lo privado, la religión se volvió asunto doméstico o superstición. “Dios ha muerto”, escribió Nietzsche como un lamento, no como una celebración. Lo que él comprendía , y pocos entendieron, es que al morir Dios también moría algo más: la idea de que la vida tenía un sentido último más allá de sí misma.

El sociólogo Max Weber lo llamó “el desencantamiento del mundo”. Ya no había milagros, sino estadísticas. Ya no había ángeles, sino algoritmos. El ser humano moderno se volvió huérfano de absoluto, y a cambio obtuvo libertad, derechos, ciencia, vacunas, electricidad y Google. Pero también ansiedad, vacío, desconexión y un silencio que ni el ruido de las ciudades logra ahogar del todo.

Este proceso fue más profundo en Occidente, pero su eco se ha sentido en todo el planeta. En nombre del racionalismo, se destruyeron templos y selvas, se ridiculizaron las cosmovisiones indígenas, se colonizaron los sueños. Y, sin embargo, en lo más íntimo de la cultura, algo siguió latiendo. La intuición de que hay cosas que no se pueden explicar solo con datos. Lo sagrado no desapareció. Se escondió. Esperó.

Y ahora, sin avisar, ha vuelto. En algún momento, lo sagrado se cansó de esperar detrás de los vitrales rotos y decidió disfrazarse. Ya no aparece como trueno ni como voz celestial, sino como vibración energética, como intuición, como síntoma. Hoy, en las grandes ciudades, la espiritualidad se practica sin templos y sin dogmas, pero no sin fervor. Las búsquedas están por todas partes. En los talleres de sanación con cuencos tibetanos, en los rituales de luna llena en terrazas urbanas, en el tarot leído por Zoom, en las microdosis de hongos que prometen abrir la conciencia, en las sesiones de breathwork que intentan liberar traumas alojados en el cuerpo.

La generación que creció entre el escepticismo de sus padres y el colapso de certezas globales (económicas, ecológicas, políticas), está explorando nuevas formas de relación con lo sagrado, pero a su modo. Ya no hay jerarquías, ni dogmas fijos, ni libros únicos: hay una espiritualidad a la carta. Cada quien elige su credo, lo mezcla, lo prueba. Un poco de budismo, algo de astrología, una pincelada de cosmovisión andina. Como si la fe también se hubiese vuelto remix cultural.

Detrás de esta práctica fragmentaria, sin embargo, hay un anhelo común: volver a sentir que hay un orden, un misterio, una vibración más allá del algoritmo. Frente a un mundo calculado hasta el último detalle, donde todo debe tener utilidad y rendimiento, la espiritualidad aparece como un espacio donde aún cabe lo inútil, lo gratuito, lo simbólico.

Pero esta reinvención también tiene sus ambigüedades. La espiritualidad se mezcla con la estética y se convierte en experiencia consumible. Los cristales energéticos se venden en tiendas de decoración; las frases de sabiduría ancestral se imprimen en bolsas ecológicas hechas en China. El mercado entendió que el alma también tiene necesidades. Y que esas necesidades, como todo lo demás, se pueden monetizar.

Quizás lo que estamos viendo no sea tanto el regreso de Dios, sino el regreso de la pregunta. Una que creíamos superada, enterrada por el racionalismo, por las democracias liberales, por la tecnología y el confort: ¿para qué estamos aquí? Porque incluso rodeados de pantallas, medicina avanzada y promesas de longevidad, la inquietud permanece. Y cuando no encuentra respuestas en las iglesias vacías ni en los manuales de autoayuda, sale a buscarlas en cualquier rincón. Un bosque, una ceremonia con plantas, una conversación con los muertos, un mantra repetido frente al espejo.

Lo sagrado ha vuelto, sí. Pero ya no como institución, sino como atmósfera. No como dogma, sino como búsqueda. No como poder, sino como vacío que pide ser habitado. Y tal vez sea ese su nuevo rostro. Una forma de resistir a la velocidad, al ruido, a la fragmentación, a la lógica del mercado que todo lo devora. Una forma de recordar que la vida es un asunto tan frágil. Que nos viene bien creer que no es mero accidente.

Lo sagrado no ha muerto. Solo aprendió a andar en zapatillas, a hablar en lenguaje terapéutico y a bailar al ritmo de los tiempos. Pero en el fondo, sigue haciendo lo mismo que hacía en los antiguos ritos: darle sentido al caos. Nombrar el misterio. Y, sobre todo, recordarnos que somos más que lo que podemos explicar.

Por Mauricio Jaime Goio.


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