Fue en junio de 2015 cuando Donald Trump bajó por la dorada escalera mecánica de la Torre Trump y, entre promesas vagas y frases incendiarias, dijo que los inmigrantes mexicanos eran violadores y criminales.
Fuente: https://ideastextuales.com
Aquella frase, que muchos tomaron como un exabrupto, terminó marcando el tono político de una era. Nacía así un nuevo tipo de discurso. El populismo del muro, la política del enemigo, la democracia convertida en un campo de trincheras. Una narrativa que, desde Estados Unidos, cruzó fronteras y contagió a buena parte del continente americano.
Años después, en América Latina, los ecos de esa retórica siguen resonando. Hoy son los migrantes venezolanos que molestan en Colombia, Perú, Ecuador y Chile, los centroamericanos en México. Se multiplican los controles, las redadas, los discursos televisivos que invitan al rechazo. Y en el fondo, como una música de fondo que nadie apaga, la misma lógica: culpar al extranjero por todo aquello que no sabemos o no queremos resolver de puertas adentro.
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Pero la historia de la migración en América es también la historia de nuestra gente. Si se barre el polvo del tiempo, se encuentra en casi cada apellido latinoamericano un viaje, un cruce de océano, una esperanza sembrada en tierra ajena. Entonces, ¿en qué momento nos convertimos en vigilantes de una pureza que nunca existió?
Desde una perspectiva simbólica no se trata solamente de política, sino de rituales culturales. Cuando una sociedad se siente amenazada, necesita purificarse. Y para eso, como enseñó Mary Douglas, necesita identificar aquello que considera “sucio”, impuro, peligroso. El inmigrante cumple ese papel simbólico: no porque lo sea, sino porque el relato colectivo necesita un chivo expiatorio que cargue con las culpas. Es el mecanismo de la tribu: reforzar la unidad a través del rechazo del otro.
En las calles de Bogotá, Buenos Aires o Ciudad de México se escuchan los mismos murmullos: que “ellos” quitan los trabajos, que “ellos” reciben ayudas, que “ellos” son los primeros en delinquir. Pero los datos dicen otra cosa. La evidencia muestra que los migrantes cometen menos delitos, que trabajan más horas, que muchas veces son víctimas antes que victimarios. ¿Por qué, entonces, seguimos creyendo lo contrario?
Porque necesitamos creerlo. Como señala el sociólogo Hein de Haas, las narrativas antiinmigrantes no siguen a los flujos migratorios, sino al clima político. La inmigración sube en las encuestas como problema cuando alguien la nombra con miedo. Y en eso, los políticos se han vuelto expertos. Mientras hablan de endurecer las fronteras, en la práctica abren las puertas a la explotación laboral. El discurso va por un lado, la realidad por otro. Pero el daño simbólico ya está hecho.
A este fenómeno, De Haas lo llama “la brecha discursiva”. Y América Latina, con sus contradicciones, no se queda atrás. En México, mientras se reprime a los migrantes en el sur para complacer a Washington, se sigue permitiendo el uso precario de su mano de obra. En Chile, mientras se promueve el discurso del orden, se abusa de la fragilidad legal de quienes llegaron escapando del hambre. En todos estos casos, lo que falla no es el control, sino la honestidad.
El inmigrante ha sido convertido en un símbolo liminal. Alguien que no pertenece del todo ni aquí ni allá, un cuerpo ambiguo que desordena el mapa. Y como todo símbolo liminal, genera ansiedad, porque nos recuerda lo que no queremos ver: que las fronteras son ficciones, que la identidad es un proceso, que la pureza es un mito.
Pero también el migrante representa una promesa. Es alguien que apuesta por la vida. Que deja todo y comienza de nuevo. Que quiere integrarse, no invadir. ¿No es esa, acaso, una de las formas más valientes de ser humano?
“Alguna vez fui el otro y me olvidé”, pensé mientras escribía este artículo. Y no lo digo desde un púlpito de superioridad moral. Lo digo porque también me he dejado arrastrar por los titulares, por las simplificaciones, por la comodidad de culpar a otro. Pero cuando uno se detiene, escucha y se permite recordar, encuentra en el rostro del migrante no a un intruso, sino a un espejo. Y ahí, en ese reflejo, vuelve a aparecer una idea olvidada: que lo humano es, ante todo, una mezcla.
Quizás el desafío no esté en cerrar fronteras, sino en abrir significados. En dejar de preguntarnos de dónde viene alguien y empezar a preguntarnos quién queremos ser. Porque si seguimos culpando al otro, seguiremos sin mirarnos. Y sin ese ejercicio, no hay democracia que aguante ni convivencia que resista.
Por Mauricio Jaime Goio.