Del sacrificio de los Mártires de Chicago a los dilemas del trabajo automatizado, el Día Internacional del Trabajador nos interpela a repensar el sentido profundo del trabajo humano en una era de cambios vertiginosos.
Cada 1º de mayo, el eco de los disparos que acallaron la huelga obrera en Chicago en 1886 vuelve a resonar, recordándonos que los derechos laborales fueron conquistados a un costo inmenso. La jornada de ocho horas, tan elemental hoy, fue el resultado de una lucha que se pagó con sangre, represión y muerte. Los Mártires de Chicago no buscaban otra cosa que dignificar el trabajo, liberarlo de la explotación desmedida, abrirle un lugar dentro de la vida y no sobre la vida.
Sin embargo, a casi siglo y medio de distancia, el trabajo ha mutado de formas que aquellos obreros apenas podrían haber imaginado. La revolución tecnológica ha trastocado los cimientos mismos de la actividad productiva. La automatización, la inteligencia artificial, el teletrabajo y el auge de la economía digital han disuelto las fronteras entre empleo, tiempo libre y vida privada. Trabajar ya no es solo producir. Es navegar sistemas algorítmicos, gestionar identidades múltiples, adaptarse a ritmos de cambio que nunca se detienen.
Según datos recientes de la OCDE, casi la mitad de los trabajos actuales podrían desaparecer en las próximas décadas por obra de la automatización. Mientras tanto, fenómenos como el quiet quitting —el arte de cumplir sin entregarse ciegamente a la lógica empresarial— y la quiet ambition —la búsqueda de equilibrio y bienestar por encima de la hiperproductividad— revelan un cambio cultural silencioso pero profundo. Para muchos trabajadores del siglo XXI, el trabajo ya no es el centro absoluto de la existencia.
La paradoja es evidente. Por un lado, vivimos en sociedades donde el trabajo asalariado sigue siendo la principal vía de inclusión social. Por otro, la estructura del mercado laboral se vuelve cada vez más excluyente y desigual. Los empleos altamente calificados coexisten con una creciente masa de trabajos precarios, informales o directamente desaparecidos. La promesa moderna de que el progreso tecnológico liberaría al ser humano de la esclavitud del trabajo se enfrenta a una realidad donde la precariedad y el desempleo crónico amenazan la cohesión social.
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El problema no es solo la falta de empleos, sino la creciente brecha de inclusión tecnológica. Grandes sectores de la población carecen de las habilidades necesarias para integrarse al nuevo mundo laboral. La transformación no es neutra. Reproduce y profundiza desigualdades preexistentes.
¿Qué conmemoramos entonces cada 1º de mayo? No solo un conjunto de derechos conquistados, sino también la vigencia de una pregunta esencial: ¿qué lugar queremos darle al trabajo en nuestras vidas? ¿Será el trabajo un privilegio para unos pocos altamente especializados, mientras millones sobreviven en la marginalidad? ¿O lograremos construir sociedades donde el progreso tecnológico se traduzca en mayor bienestar, más tiempo libre y más oportunidades para todos?
Respuestas hay muchas. Pero si algo enseña la historia del movimiento obrero es que los derechos nacen de la organización consciente y la acción colectiva. El 1º de mayo, hoy más que nunca, debe ser un llamado a recuperar el espíritu de solidaridad y lucha por un trabajo digno en el siglo XXI. Un trabajo que no sea una trampa de precariedad ni una máquina de agotamiento, sino una expresión de libertad, creatividad y sentido vital.
Porque el futuro del trabajo, como el pasado, no será un regalo. Será, una vez más, una conquista.
Por Mauricio Jaime Goio.