El viaje final del maestro


Conocí a Mario Vargas Llosa en un día soleado en Madrid, hace más de 20 años, durante un congreso de escritores al que asistieron los reyes y el cuerpo diplomático. Me lo presentó el chileno Jorge Edwards, quien hacía poco había sido uno de los presentadores de mi novela Luna de Locos, en Santiago. “¿No conoces a Mario?”, me dijo, extrañado, y me lo presentó. Los tres nos pusimos a conversar y Mario, de inmediato, me habló de Cochabamba con gran cariño. Y me preguntó por mi tío Enrique Kempff Mercado, escritor a quien había leído. No recuerdo de qué más hablamos, pero, con toda seguridad, de libros y autores.

Lo volví a encontrar, más de una década después, cenando en el afamado Miguelángelo de Santa Cruz. Él estaba acompañado de Oscar Ortíz Antelo, Marcelo Araúz y algunas otras personas, previo a un viaje a Chiquitos. Me acerqué a saludarlo, seguro que no me reconocería, pero me di cuenta de que Marcelo le decía algo al oído. “¡Hola, Manfredo!”, me dijo con su sonrisa fácil. Era obvio que Marcelo le había recordado mi nombre. Rememoramos nuestro encuentro en Madrid. Otra noche fui a escucharlo en uno de los salones de la FEXPO y a la salida me acerqué a él y nos saludamos como viejos amigos, haciendo intercambio de unos libros. Resultó un breve encuentro porque todos querían hablar con él. Para mí, su lector desde mis años en Chile, cuando cayó en mis manos La Ciudad y los Perros, y posterior admirador de su pensamiento político, hubo sabor a poco. Pensé que algún día lo volvería a encontrar en alguna feria de libros o congreso de escritores, pero el domingo me enteré con enorme pesar que ya no sería posible ese encuentro.



Leer a Vargas Llosa, ya sea novelas, ensayos, artículos, cuentos o teatro, es un verdadero placer, no solo por su impecable manejo del idioma, digno de un Premio Nobel, sino porque, como buen escritor, transmite sensaciones enormes. Su formación intelectual que ha recorrido desde el izquierdismo universitario de San Marcos, pasando por el castrismo enloquecedor de los setentas, y su pasión por Sartre que después lo decepcionó, durante su madurez se ancló en el liberalismo, aunque muchos de sus amigos y colegas de oficio siguieran siendo cortesanos de Fidel y del comunismo soviético. Pasó, con el tiempo, a comprender y luego dominar a Adam Smith, von Hayek, Popper, Berlin, Revel y a las figuras liberales contemporáneas, principalmente políticas.

Está entre los más importantes escritores del llamado “boom” de la literatura fantástica latinoamericana, junto a Cortázar, García Márquez y Carlos Fuentes, principalmente. Pepe Donoso, Carpentier, Edwards, Onetti y otros más se insertan en el “boom”, y fueron parte de esa inspiración mágica que puso a Latinoamérica en su momento cúlmine. Conversaciones en La Catedral, La Casa Verde, El Sueño del Celta, la Fiesta del Chivo, fueron algunas de sus muchas obras que elevaron a Mario, al pedestal más alto, donde se mantuvo hasta su final de hace pocos días en Lima.

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No estuvo ausente de la política en su país y desde fines de los años 80 hasta principios de los 90 se entregó a ganar la presidencia del Perú, que resultó la mayor frustración de su vida, al perderla en un balotaje con el poco conocido Alberto Fujimori. Si vemos cómo fue el final de Fujimori y el de por lo menos cinco de los últimos mandatarios peruanos, podríamos decir que la suerte lo amparó al no llegar a la Casa de Pizarro. En “tiempos recios” como aquellos, con la guerrilla senderista en auge y una economía atascada, el Perú y millones de lectores en el mundo habríamos visto a un presidente acosado, desbordado, y nos hubiéramos perdido de leer páginas maravillosas.

No recuerdo si fue García Márquez quien dijo que Dios, para hacer justicia, había dotado a algunos hombres con la magia de la escritura, pero que les había limitado la expresión oral, porque ambos valores juntos eran una virtud destinada solo a unos pocos. Mario Vargas Llosa fue uno de esos pocos virtuosos que manejaron tanto la escritura como la oratoria con brillantez. Paz en su tumba.

 


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