Los más indígenas entre los indígenas


Hay pueblos que no solo han sido golpeados por la historia, sino que han sido dejados al margen de su relato. No aparecen en las efemérides ni en los libros de texto.

Fuente: https://ideastextuales.com



Sus muertos no tienen estatuas, sus lenguas no aparecen en los tratados de filología, y sus memorias, cuando logran sobrevivir al silencio, lo hacen a través de susurros, cantos, pigmentos, danzas o imágenes intervenidas por sus nietos artistas. Son pueblos que habitan lo liminal. Entre la vida y la muerte, entre el monte y la ciudad, entre el etnocidio y la resistencia.

Cuando se piensa en lo indígena en América Latina, la imagen que suele proyectarse (en los discursos políticos, en las narrativas oficiales, incluso en las campañas institucionales sobre diversidad) es la de una figura abstracta, simbólicamente potente pero peligrosamente funcional.

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Es el indígena “representativo”, al que se invita a foros internacionales o se le otorga un espacio en las fiestas patrias. Pero detrás de esa postal, hay otros indígenas.

Los más indígenas entre los indígenas. Aquellos cuyas culturas no han sido cooptadas por el mercado ni por el Estado. Aquellos que, paradójicamente, por ser tan distintos al sistema, son también los más olvidados por él.

La Amazonía guarda buena parte de esa historia. Allí, los boras, los muinanes, los andoques, los huitotos y tantos otros nombres que la cartografía no sabe pronunciar, fueron esclavizados durante la fiebre del caucho a inicios del siglo XX.

No fueron solo víctimas de abusos laborales, sino de una maquinaria empresarial de exterminio. Las imágenes rescatadas por el documental La memoria de las mariposas, las denuncias del diplomático Roger Casement, y el periodismo heroico, y olvidado, de Benjamín Saldaña Rocca, apenas rozan el iceberg del horror. Mutilaciones, violaciones, castraciones, azotes, niños obligados a recolectar más peso del que podían cargar. Y si no lo hacían, el castigo era la muerte.

Pero lo que más estremece no es el pasado. Es que nada de eso terminó del todo. El bosque sigue siendo zona de nadie. El narcotráfico ocupa ahora el lugar que antes tenían los barones del caucho. El Estado llega —cuando llega— con más extractivismo que derechos. Y mientras tanto, los pueblos siguen sobreviviendo como pueden, refugiados en el monte, protegidos por su cosmología, por las plantas, por los espíritus, y por esa memoria histórica que no les concede el lujo de olvidar.

Esos pueblos son frágiles, sí. Pero no porque sean débiles. Lo son porque su sistema de vida no encaja en la lógica de la productividad industrial. Porque su riqueza simbólica y su forma de entender el tiempo, la salud, el trabajo y la comunidad no pueden ser traducidas en hojas de Excel. Son frágiles porque habitan territorios liminales, donde la ley del Estado es una sombra y la de las empresas, un grito.

La idea de que hay “indígenas más indígenas que otros” no surge de un capricho identitario, sino de la geografía del abandono. Los pueblos más distantes, los menos organizados políticamente, los que no tienen redes con ONG internacionales o acceso a la representación parlamentaria, son los que más sufren. La violencia estructural los atraviesa con mayor saña, y sus formas de vida corren más riesgo de desaparecer no solo por la deforestación, sino por la indiferencia.

No basta con hablar de pluralismo o de interculturalidad si seguimos midiendo el valor de un pueblo por su capacidad de integrarse al sistema. Hay que comenzar a escuchar a quienes todavía no han sido domesticados por la modernidad. No para fetichizarlos, sino para aprender de ellos. Porque en su resistencia hay algo profundamente político: el derecho a existir sin ser útiles para nadie más que para sí mismos.

Lo que los pueblos indígenas nos enseñan, en su forma más radical, es que se puede vivir de otra manera. Y por eso incomodan. Por eso, incluso hoy, se les persigue, se les infiltra, se les señala como “grupos peligrosos”, como lo hizo la Fiscalía colombiana con las autoridades indígenas en Bakatá. Porque el simple hecho de reclamar un lugar propio ya es, en estos tiempos, un gesto de subversión.

Los más indígenas entre los indígenas siguen ahí. En el Putumayo, en Pebas, en el corazón de la selva. No buscan redención. Exigen memoria. No quieren lástima. Quieren justicia. Y aunque el Estado les dé la espalda, aunque la historia les niegue un lugar, aunque sus cantos no llenen auditorios ni sus nombres se pronuncien en los congresos, siguen sembrando, sanando, resistiendo.

Por Mauricio Jaime Goio.


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