Veinte años después de aquel discreto matrimonio civil en Windsor, Carlos III y Camila Parker Bowles encarnan una paradoja que solo el tiempo y el ritual pueden convertir en símbolo de estabilidad. La pareja más improbable se ha vuelto pilar de una monarquía tambaleante. Su unión no solo supuso la consagración de una relación largamente clandestina, sino que marcó el inicio de una restauración simbólica que debía sanar una herida abierta en el imaginario británico: la de Diana Spencer. Su figura, convertida en mito tras su trágica muerte en 1997, permanecía como un fantasma luminoso que eclipsaba a toda la institución. Diana no murió como princesa, sino como mártir, y esa condición solo podía ser superada mediante un relato que no negara su figura, sino que absorbiera el duelo nacional y lo transformara en una nueva narrativa de redención.
Camila no fue aceptada: fue tolerada. Y solo con los años, con una paciencia casi ritual, fue mudando de villana a consorte, de sombra a figura de cohesión. La clave no fue el olvido, sino la resignificación. No se trató de borrar a Diana, sino de inscribir a Camila en otro registro simbólico. El de la lealtad silenciosa, la mujer de tierra firme, la que no buscó reflectores. Desde ese lugar, el del estoicismo y el compromiso constante, logró lo que parecía imposible. Habitar el mismo trono que alguna vez pareció reservado para el recuerdo de Diana, sin que el palacio se derrumbara. La presencia inmortal de Lady Di encontró su contrapunto en la persistencia terrenal de Camila. Una reina, al fin, pero también una figura ritual que permitió que la monarquía británica narrara de nuevo su propia historia.
En los viejos reinos de Europa, lo simbólico no es un adorno, sino la argamasa del edificio institucional. Por eso, cuando Camila fue ungida como reina consorte al lado de Carlos III, lo que se estaba consagrando no era solo el fin de una larga historia de amor, sino la reconfiguración de un relato fundacional que necesitaba ser sanado. Fue una coronación, sí. Pero también fue una ceremonia de reconciliación cultural, una restitución del orden simbólico que había sido fracturado por el trauma de Diana.
Todo poder se legitima a través de narrativas, gestos y rituales que lo conectan con algo más grande que sí mismo: la comunidad, la tradición, el mito. En ese sentido, el matrimonio entre Carlos y Camila no es solo una historia de pareja, sino una reescritura del guion sagrado de la monarquía británica. La figura de Camila, de amante a esposa, de sombra a reina, es la de un personaje que atraviesa el descrédito, la humillación y el exilio simbólico, para finalmente ser rehabilitada por el mismo sistema que antes la expulsó.
Camila es una figura liminal. Ni totalmente reina, ni totalmente plebeya. Ni amada del pueblo, ni villana consumada. Su trasformación, lejos de ser espontánea, fue el resultado de un largo proceso de escenificación simbólica que incluyó desde entrevistas cuidadosamente dosificadas hasta actos públicos cargados de significación ritual.
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El perdón que la monarquía pide, y se da a sí misma, a través de Camila, no es nuevo. Toda institución que ha sobrevivido siglos aprende a narrarse de nuevo sin contradecirse. Por eso, el matrimonio civil en Windsor seguido de una bendición religiosa en la capilla de San Jorge no fue una concesión casual, sino un acto coreografiado al detalle para encarnar esa doble lógica del poder británico: secular en las formas, sagrado en los símbolos.
Todo esto sucede en un contexto histórico donde la monarquía ya no es un mandato divino, sino un espectáculo político que necesita constantemente justificarse ante una ciudadanía cada vez más descreída. En ese marco, Camila no solo es reina. Es la encargada de preservar la ilusión de continuidad. Lo dijo el propio Carlos, al referirse a ella como “mi querida esposa”, con una fórmula que mezcla afecto y solemnidad, domesticidad y liturgia. Como en los viejos mitos matrimoniales, el vínculo entre ambos no es solo amoroso. Juntos deben garantizar la estabilidad del mundo que representan.
El paso de Camila del oprobio al trono es una coreografía perfecta de redención, digna del mejor de los relatos míticos. El matrimonio de Carlos y Camila no solo unió a dos personas: volvió a unir a la corona con su narrativa. Entonces, no queda más que sacarse el sombrero y realizar la mejor de las reverencias. Larga vida al rey.
Por Mauricio Jaime Goio.