Cinco años del cumplir con la Agenda 2030, Bolivia está en el punto preciso del camino hacia una transición del MAS sin poder. El telón de fondo es una economía que se desacelera, un modelo agotado y una sociedad que sigue esperando que las promesas del desarrollo sostenible se traduzcan en realidades tangibles. El país se aproxima al tramo final de una década decisiva sin haber logrado integrar de manera estructural los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) a su política pública. Lo que en su momento se anunció como una oportunidad histórica para redefinir el rumbo nacional, hoy se reduce a un cúmulo de intenciones dispersas y una peligrosa falta de ejecución.
Durante los primeros años del siglo XXI, Bolivia experimentó una bonanza inédita. El crecimiento del PIB, alimentado por la exportación de hidrocarburos y minerales, permitió reducir los niveles de pobreza y ampliar el gasto público. Sin embargo, desde 2015, la economía ha entrado en una meseta peligrosa. La dependencia del extractivismo, la caída de las inversiones y la informalidad estructural han debilitado cualquier intento serio de planificación a largo plazo. Esta fragilidad económica ha comprometido especialmente los ODS vinculados a la erradicación de la pobreza y la generación de empleo digno, dos de los pilares centrales de la Agenda 2030.
En Bolivia, uno de cada cinco ciudadanos sigue sumido en la pobreza extrema. Las cifras son persistentes y las soluciones estructurales, escasas. Se han implementado transferencias condicionadas y bonos sociales que, si bien alivian coyunturalmente, no modifican las causas profundas de la desigualdad. Mientras tanto, más del 70 % de la fuerza laboral se mantiene en la informalidad, y va en aumento, sin acceso a seguridad social ni condiciones laborales dignas. La ausencia de una reforma tributaria progresiva y de una apuesta real por la diversificación productiva convierte al crecimiento en un fenómeno frágil, expuesto a cualquier crisis externa.
=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas
El panorama no mejora en el ámbito de la educación y la salud. A pesar de avances en cobertura, la calidad educativa sigue marcada por brechas territoriales, de género y socioeconómicas, agudizadas tras la pandemia de COVID-19. El sistema de salud, por su parte, continúa siendo más curativo que preventivo, con déficits crónicos en infraestructura, personal y articulación interinstitucional. La crisis sanitaria de 2020 no hizo más que evidenciar lo que por años se intentó maquillar: un modelo de salud precario e improvisado.
A nivel ambiental, el retroceso es evidente. En un país con una abundancia hídrica natural, resulta inaceptable que comunidades enteras sigan sin acceso garantizado a agua limpia y saneamiento básico. El ODS 6, que promueve el acceso universal al agua, enfrenta en Bolivia uno de los escenarios más críticos del continente. En paralelo, la transición energética hacia fuentes limpias es más una consigna que una política. Apenas el 10 % de la matriz energética proviene de fuentes renovables, pese al enorme potencial solar y eólico del país. La lucha contra el cambio climático, más allá de algunas leyes bienintencionadas, carece de acciones concretas y sistemáticas.
Lo más preocupante, sin embargo, es la debilidad institucional que impide articular una respuesta coherente. La implementación de los ODS ha estado plagada de centralismo, escasa coordinación con los niveles subnacionales y poca participación de la sociedad civil y el sector privado. Las metas, si bien están formalmente inscritas en planes de desarrollo, carecen de mecanismos de seguimiento, evaluación y rendición de cuentas. Sin instituciones sólidas y sin una ciudadanía involucrada, la Agenda 2030 corre el riesgo de quedar como un ejercicio simbólico sin impacto real.
La paradoja es amarga. El Movimiento al Socialismo (MAS), que llegó al poder prometiendo una revolución democrática y cultural, concluye su ciclo en medio de una transición incierta y sin haber logrado construir un modelo de desarrollo verdaderamente sostenible. Si bien en sus primeros años redujo la pobreza e incluyó a sectores históricamente marginados, su persistente apuesta por el extractivismo, el clientelismo y el control vertical del Estado han dejado poco espacio para innovar. Hoy, frente a una eventual alternancia, la urgencia no es simplemente política: es histórica. El legado del MAS no puede ser una década desperdiciada para los ODS.
Bolivia tiene cinco años para revertir esta tendencia. El tiempo no alcanza para inventar un modelo nuevo, pero sí para hacer lo necesario: diversificar la economía, blindar la inversión social, recuperar la institucionalidad, apostar por las energías limpias y, sobre todo, escuchar a una ciudadanía que ya no se conforma con discursos. De lo contrario, llegaremos al 2030 con diagnósticos más precisos, pero con un país igual o más desigual, vulnerable y rezagado.
Los ODS no son un lujo ni una imposición extranjera. Son el mínimo común ético de lo que cualquier sociedad debe garantizar a sus ciudadanos. Si Bolivia los sigue ignorando, lo que está en juego no es el prestigio internacional, sino el futuro de millones de bolivianos que aún esperan un desarrollo que no los deje atrás.