En una era dominada por pantallas, la infancia se repliega hacia el interior de los hogares, mientras la calle, el juego libre y la experiencia del mundo real se desvanecen. Este artículo reflexiona sobre las consecuencias culturales y sociales del encierro digital. ¿Estamos construyendo un futuro sin exteriores?
Fuente: https://ideastextuales.com
¿El mundo del futuro será indoor? La pregunta, lanzada al aire entre padres y madres en una tarde cualquiera, puede parecer una broma casual, pero encierra una inquietud muy real. ¿Estamos educando una generación encerrada? ¿Una infancia digitalizada, hiperestimulada, inmóvil?
La escena ya no sorprende. Un niño frente a la tablet mientras los adultos preparan la cena o un adolescente que pasa horas frente a una consola sin notar el paso del día o un bebé calmado al instante por un video de colores vibrantes. Según un estudio de la Asociación Española de Pediatría (AEP), lo que parece una solución momentánea puede tener consecuencias serias. Alteraciones del sueño, menor desarrollo cognitivo, impacto emocional.
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Algunos investigadores, como el doctor Dimitri A. Christakis, proponen una comparación audaz. Tratar el uso excesivo de pantallas como si fuera una forma de consumo adictivo, al estilo del alcohol. En un artículo reciente publicado en JAMA, se sugiere crear tablas de moderación digital similares a las del Instituto Nacional sobre el Abuso del Alcohol. Es provocador. Pero tal vez necesario. Porque no hablamos de una simple distracción. Hablamos de un cambio estructural en la manera de habitar la infancia.
El verdadero problema no son las pantallas en sí. Es lo que han venido a reemplazar: la calle, el juego libre, la posibilidad de aburrirse. En menos de una década, el tiempo frente a pantallas ha aumentado en un 50% entre los niños. Paralelamente, solo el 27% de los niños juega regularmente al aire libre, en contraste con el 71% de sus abuelos. La diferencia no es solo generacional. Es cultural.
Los entornos urbanos también juegan su parte. Según el estudio IPEN Adolescents, los adolescentes que viven en barrios con parques, veredas transitables y espacios deportivos tienden a pasar menos tiempo frente a pantallas. Pero esas condiciones no son iguales para todos. Como advierte la investigadora Ana Queralt, “el urbanismo más saludable suele darse en barrios de clase media-alta”, mientras que en sectores vulnerables el espacio público seguro brilla por su ausencia.
Y aquí es donde la adicción a las pantallas se vuelve también un síntoma de desigualdad. No es lo mismo tener acceso a un parque seguro, amigos cerca y padres disponibles, que vivir en un entorno hostil, con calles peligrosas y hogares saturados. La investigación PASOS 2023 lo deja claro. La combinación de sedentarismo, mala alimentación, escaso sueño y uso excesivo de pantallas forma un círculo vicioso que afecta profundamente a la salud física y mental de la juventud.
El asunto no es sólo médico. Es social. La calle ha sido vaciada por una percepción creciente del peligro —aunque las estadísticas indiquen que las ciudades son más seguras que hace 30 años—. La vieja confianza en el barrio ha sido reemplazada por el encierro voluntario. Y mientras las redes sociales virtuales se expanden, las reales se debilitan. La infancia se ha vuelto indoor.
El juego, como explica el biólogo David Bueno, es una necesidad biológica. Es el laboratorio emocional de la infancia. Y si bien el juego digital puede ofrecer estímulos, no sustituye la riqueza del contacto físico, el error, la improvisación. Un artículo reciente en El País advertía que incluso actividades positivas, como ver documentales o hacer compras responsables online, pueden convertirse en conductas problemáticas si suplantan la experiencia offline.
Pero hay matices. La psicóloga Amy Orben recuerda que la ciencia aún no tiene respuestas definitivas. Demonizar las pantallas sin entender sus múltiples usos puede ser tan peligroso como ignorar sus efectos. Lo esencial, dice, es entender el para qué y el cómo, más que solo el cuánto.
Sin embargo, mientras los académicos debaten, los padres se enfrentan cada día al dilema concreto: ¿qué hacer cuando el niño llora por el celular? ¿Cómo resistir al poder del scroll infinito cuando también los adultos estamos atrapados?
La solución no vendrá de una app ni de un manual. Vendrá de un rediseño de nuestras rutinas, nuestros espacios, nuestros vínculos. De un nuevo pacto social que devuelva a la infancia el derecho a explorar, a aburrirse, a equivocarse. De una pedagogía familiar que diga: “Sí, hay pantallas, pero también hay plazas, bicicletas, árboles, y amigos con los que pelearse y reconciliarse”.
Porque el mundo del futuro no puede ser indoor por defecto. No puede ser un mundo en que todo suceda a través de una interfaz. Necesitamos recuperar la calle, el juego, el vínculo. No para negar el presente digital, sino para volver a insertarlo en una vida real que valga la pena habitar.
Por Mauricio Jaime Goio.