Los líderes que merecemos


Estamos esperando demasiado de los postulantes a la Primera Magistratura. Exigimos visión, integridad, firmeza, propuestas viables, equipos sólidos y claridad ideológica. Todo eso está bien, y debería ser lo mínimo en una democracia madura. Pero olvidamos algo esencial: no hay buenos líderes sin buenas estructuras, ni estructuras sanas, sin ciudadanía comprometida.

Lo cierto es que el país enfrenta cada proceso electoral en un clima de orfandad organizativa. No existen verdaderos partidos políticos que funcionen como tales: como espacios de deliberación, formación, representación y orientación. Lo que tenemos, en su mayoría, son siglas vacías, caparazones al servicio de un caudillo o vehículos coyunturales para ambiciones personales.



Los ciudadanos nos quejamos —con razón— del oportunismo, de la improvisación, del personalismo. Pero, ¿acaso hemos hecho algo por cambiar esa realidad? ¿No somos nosotros los que delegamos nuestras esperanzas cada cinco años y luego nos replegamos en la indiferencia? ¿No hemos convertido el acto de votar en una suerte de exorcismo momentáneo, mientras seguimos viviendo como si la política no nos incumbiera?

Es cómodo culpar a los dirigentes. Es más difícil aceptar que ellos son, en muchos casos, el reflejo exacto de nuestra sociedad: voluble, desconfiada, emocional, poco exigente, y a menudo más fascinada por el carisma que por la coherencia. Son el espejo que nos muestra nuestra verdadera imagen; la interior y real, no la careta social. Queremos honestidad, pero toleramos la corrupción cuando nos conviene. Queremos propuestas, pero premiamos los slogans. Queremos renovación, pero votamos con nostalgia o con bronca.

=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas

La democracia requiere mucho más que elecciones. Exige vigilancia, participación continua, presión social, organización. Exige partidos de verdad, con militancia real, con debate interno, con principios claros. Y exige ciudadanos que estén dispuestos a ensuciarse las manos en la tarea colectiva de construir país. No basta con criticar desde la tribuna: hay que entrar al campo de juego.

El resultado de nuestra pasividad está a la vista: candidatos sin respaldo doctrinario, campañas sin ideas, pactos sin ética. Si seguimos delegando todo, seguiremos eligiendo entre males menores, entre rostros que no nos convencen, pero que toleramos por miedo al otro. Es un círculo vicioso que solo se rompe con responsabilidad política y compromiso ciudadano.

No se trata de idealizar a la ciudadanía ni de absolver a los líderes, sino de entender que la calidad de la política no superará jamás la calidad de nuestra participación. Si abandonamos la plaza pública, no nos quejemos de que otros la ocupen.

Los dirigentes que hoy vemos son, en gran medida, los dirigentes que hemos permitido, tolerado o incluso promovido. La pregunta que deberíamos hacernos no es qué esperamos de ellos, sino qué estamos dispuestos a hacer nosotros para que surjan opciones mejores.

Porque si seguimos esperando que otros atiendan nuestros problemas y les endilgamos lo que es nuestra responsabilidad, no habrá solución duradera. La república no se hereda: se construye. Y si no la construimos, otros la destruirán por nosotros.