Madre de la Patria, Madre del Alma: Un canto de amor que trasciende la sangre


 

El 27 de mayo, cuando Bolivia se envuelve en el aroma de las flores y el murmullo de los «Feliz día, mamá», la nación celebra algo más profundo que un mero ritual de afecto. Es un reconocimiento a ese amor que, como escribió Gabriela Mistral, «no se cansa nunca», un tributo a las madres bolivianas que, con sus manos curtidas por el trabajo y sus corazones anchos como el altiplano, los valles y los llanos, son las arquitectas silenciosas de la patria. La figura materna en Bolivia trasciende lo biológico para convertirse en un pilar espiritual, filosófico y social, un milagro cotidiano que sostiene civilizaciones, desde el vientre que nos nutrió hasta las manos que acunaron nuestros miedos.



En cada hogar boliviano, la madre es el eje sobre el cual gira la vida familiar. Su jornada comienza antes que el sol asome por la cordillera y termina cuando todos duermen. Entre el mercado, la cocina, el trabajo y la escuela de los hijos, teje una red de cuidados que sostiene el mundo cotidiano. Como esos versos de Adela Zamudio que dicen: «Mujer, espíritu fuerte, corazón de oro», las madres bolivianas transforman lo ordinario en extraordinario: un plato de saice se convierte en banquete de amor, una falda remendada en lección de dignidad, un consejo al oído en brújula para la vida. La sabiduría bíblica eleva la maternidad a un acto sagrado, describiendo el «phileoteknos», un amor materno único que implica preferencia, cuidado y ternura incondicional. La Biblia no solo ordena honrar a la madre (Éxodo 20:12), sino que la presenta como arquitecta de fe, demostrando cómo la transmisión de valores atraviesa generaciones. Proverbios 31:28 pinta el retrato perfecto: una mujer cuyos hijos «la llaman bienaventurada». Los hijos son «herencia de Jehová», lo que convierte a la madre en custodio de un legado divino, un marco que se materializa en madres como Pochita, quien crió a cuatro hijos entre penurias económicas, pero jamás permitió que faltara el pan espiritual de la esperanza.

La historia nos recuerda que este día conmemora a aquellas mujeres de Cochabamba que, en 1812, enfrentaron a los realistas con lo único que tenían: su coraje maternal. Manuela Gandarillas, aquella abuela ciega que arengó a las mujeres a defender a sus hijos, nos dejó una verdad grabada a fuego: el amor de madre es también revolucionario. Como escribió el paceño Jaime Sáenz: «Hay madres que son como la tierra: lo aguantan todo y lo renuevan todo». En los barrios humildes de El Alto, en las comunidades guaraníes del Chaco, en las casas de adobe de Potosí, las madres repiten cada día ese milagro cotidiano de multiplicar el pan y el amor. Muchas, como aquella «Bartolina Sisa» moderna que vende salteñas en la plaza, sostienen solas su hogar. Otras, como las abuelas aymaras que enseñan a sus nietos los secretos de la hoja de coca, son puentes entre el pasado y el futuro.

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Sin embargo, la filosofía ha silenciado a menudo la maternidad. Herbert Marcuse denunció en Eros y Civilización cómo la cultura occidental convirtió al padre en símbolo de dominación, relegando a la madre a un rol secundario. La filosofía clásica, obsesionada con el «logos» masculino, ignoró que Sócrates aprendió su método mayéutico de Fenarete, su madre partera. Este olvido no es casual: como señala Foucault, el discurso biológico moderno reforzó estructuras patriarcales donde la maternidad fue reducida a función reproductiva. Sin embargo, pensadoras contemporáneas rescatan su dimensión revolucionaria. La maternidad, lejos de ser pasiva, es diálogo creador (como el de Sócrates), resistencia silenciosa (como la de las mujeres de la Coronilla) y acto político. En Bolivia, donde el 62% de las madres trabajan fuera del hogar, este debate cobra urgencia: ¿cómo valorar su doble jornada en una sociedad que aún mide el éxito por parámetros masculinos?

La literatura boliviana está llena de estos retratos. Oscar Alfaro cantó a «la mamá vieja» cuyo regazo es patria, y Gaby Vallejo escribió sobre esas madres mineras que esperan con el corazón en la boca el retorno de sus hijos del socavón. Porque la maternidad en Bolivia tiene ese doble rostro: es ternura infinita, pero también fortaleza ante la adversidad. Las leyes bolivianas han avanzado en reconocer los derechos maternos: licencias por maternidad, protección laboral y medidas contra la discriminación. Pero el marco jurídico aún no cubre realidades críticas. Según el INE, en áreas rurales la mortalidad infantil alcanza 41 por cada 1,000 nacimientos, cifra que revela la urgencia de ampliar acceso a salud materno-infantil. Además, el 40% de las madres en el sector informal carecen de seguridad social, vulnerabilidad que se agrava en hogares monoparentales. El derecho debe ir más allá de lo punitivo: necesita inspirarse en Deuteronomio 24:19-22, donde Dios ordena dejar espigas para migrantes y huérfanos, un principio que hoy se traduciría en políticas públicas con enfoque de género. La lucha de Anna Jarvis por institucionalizar el Día de la Madre en EE.UU. nos recuerda que los derechos maternos no son concesiones, sino conquistas.

En las últimas décadas, las madres bolivianas han dado un paso más allá del hogar. Son ahora profesionales, dirigentas vecinales, parlamentarias, pero sin dejar de ser ese pilar familiar. La ley les reconoce derechos, pero la realidad sigue siendo dura para muchas: las jornadas dobles, la falta de guarderías, la violencia que algunas sufren. Como sociedad, aún debemos aprender que cuidar a las madres es cuidar el futuro del país. Bert Hellinger, creador de las Constelaciones Familiares, enseñó que «tomar a la madre» es aceptar la vida misma. En esta terapia sistémica, la madre simboliza abundancia, seguridad y capacidad de amar. Cuando una persona rechaza inconscientemente a su madre (por dolor, abandono o conflicto), bloquea su flujo vital: dificultades económicas, relaciones fallidas o trastornos alimenticios pueden ser síntomas de esta herida. El caso de Carla, una mujer que cargaba culpa por distanciarse de su madre al criar a sus hermanos, ilustra cómo las Constelaciones restablecen el orden natural: «Mamá, ahora veo tu dolor. Yo soy la pequeña, tú la grande». Este método revela que incluso madres ausentes o imperfectas deben ser honradas, pues como dice la sabiduría aymara: «Nadie da lo que no recibió». En un país con alta migración como Bolivia, donde muchos hijos crecen lejos de sus madres, esta reconciliación es catártica.

La maternidad elegida, sin útero ni sangre, también es una realidad palpable. La Biblia celebra a Rut, nuera que eligió ser hija de Noemí; las Constelaciones honran a tías, abuelas o vecinas que crían sin vínculo biológico. Doña Petrona, la profesora de Oruro que adoptó siete huérfanos, encarna esta verdad: la maternidad es vocación, no biología. La filosofía actual cuestiona los esencialismos: ¿acaso una mujer estéril como mi tía Carmen, que nos crió con paciencia infinita, es menos madre? El derecho debe proteger estas formas diversas, extendiendo licencias por adopción y apoyando hogares de acogida.

Al escribir estas líneas, pienso en mi propia madre, Pochita, esa mujer que como tantas mezcló en su vida el quechua y el español, las recetas ancestrales y las tareas modernas. En ella veo reflejada a todas las madres bolivianas: esas que cantan arrullos en aymara mientras mecen a sus bebés, las que venden jugo en las esquinas para pagar los estudios de sus hijos, las que guardan en su memoria las historias de la abuela para contarlas a los nietos. El verdadero homenaje no está solo en las flores de este día, sino en construir una Bolivia donde ninguna madre tenga que elegir entre trabajar y cuidar, donde se valore su doble jornada, donde se escuchen sus voces. Porque como dice el poeta beniano Pedro Shimose: «Madre es aquella que nos enseña a volar y nos presta sus raíces». Que este 27 de mayo nos encuentre no solo dando abrazos, sino comprometiéndonos a hacer de Bolivia un país más justo para todas las madres. Porque en sus espaldas cansadas se ha forjado nuestra historia, y en su amor incansable está la semilla de nuestro futuro. Al honrar a Pochita y a todas las que crían con amor, cumplimos el mandato bíblico: «Honra a tu madre», no solo con palabras, sino con acciones que aseguren que su sacrificio no sea en vano. Porque en sus espaldas cansadas se construyó Bolivia, y en su amor incansable yace nuestra esperanza.

¡Feliz Día de la Madre, Bolivia!