Javier Limpias
Evo y Arce son dos caras de la misma moneda, y no precisamente una de colección. Más bien, una de esas monedas sucias que uno se encuentra tirada en la calle y que ni vale la pena agacharse a recoger. Ambos forman parte de ese club exclusivo de políticos cavernarios, esos que aún creen que la política se reduce a un ring donde uno gana y el otro desaparece. Para ellos no hay diálogo, ni acuerdos, ni mucho menos país: sólo amigo o enemigo. Blanco o negro. Poder o nada.
Detrás de ellos, como cerebro ilustrado estuvo Álvaro García Linera. Siempre listo con su jerga de café universitario, recitando un socialismo trasnochado, sacado de un manual de marxismo leído en voz alta en alguna reunión de exalumnos del Partido. Él fue quien les dio justificación ideológica para seguir vendiendo la idea de que todo vale en nombre del Estado Plurinacional, aunque lo “plurinacional” hace rato se haya convertido en un negocio familiar.
Y cuando el discurso se desgasta y los rostros viejos ya no seducen, sacan de la galera a una supuesta “renovación”: ahí aparece Andrónico Rodríguez. Joven, con peinado de asamblea y discurso reciclado, que intenta venderse como la nueva cara del “proceso de cambio”. Pero no es más que una creación de laboratorio, moldeado por Evo y Arce para simular frescura, y apoyado por García Linera mientras repite, palabra por palabra, el mismo guion. Es el relevo generacional más falso desde que las telenovelas cambiaron actores sin avisar. La forma cambia, el fondo apesta igual.
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Lo trágico —o lo patético, según el día— es que, aunque la mayoría de la gente sensata ya los reconoce por lo que son, sus técnicas de manipulación siguen funcionando. ¿Cómo no? Si destruyeron toda institucionalidad a su paso, dejando un Estado descuartizado, donde nadie puede contrastar nada y donde la mentira repetida suena cada vez más a verdad. Su comunicación es directa, sin intermediarios, como la de un predicador de secta. Y así, lo inverosímil se vuelve rutina.
Se instala entonces esa peligrosa idea de que nada es mentira, nada es verdad, y que todo depende de quién grita más fuerte. El que se adueña del discurso se adueña de la realidad. Punto. Para ellos, la verdad es un estorbo. La diferencia entre hechos y ficción no existe en su manual. Si lo dijeron en conferencia de prensa o en TikTok, entonces es real. ¿Pruebas? ¿Datos? Eso es para ingenuos.
Y, por supuesto, no están solos. En la fauna política local hay otros ejemplares igual de coloridos. Johnny Fernández, por ejemplo, con su estilo de carnaval eterno y su tono tragicómico, demuestra que también se puede hacer populismo y robar a ritmo de batucada desafinada.
Lo que está claro es que este grupo ya no da para más. No se trata de oponerse a una ideología, sino de sacarse de encima un modelo de poder que vive del conflicto, la manipulación, el robo y la mentira. Si realmente queremos un país con futuro —uno donde la política sirva para algo más que alimentar fortunas familiares y egos históricos—, hay que darles fin. Sin nostalgia, sin ambigüedades. Que se vayan todos, y que no se lleven ni los micrófonos.