En América Latina, una región marcada por desigualdades históricas, ciclos de violencia institucional y corrupción, existe una realidad poco comentada pero cada vez más evidente: la consolidación de un bloque informal de regímenes no democráticos —o abiertamente autocráticos— como los de Nicaragua, Venezuela, Cuba y Bolivia. Esta agrupación, aunque no siempre explícita, funciona como un eje de respaldo mutuo entre gobiernos que comparten prácticas autoritarias, estructuras caudillistas y un desprecio sistemático por la alternancia de poder. Lo más alarmante es que esta consolidación no se ve contrarrestada por una cooperación decidida entre los países que sí respetan los principios democráticos. Al contrario, el silencio reina.
Cuando los líderes del continente se percatan de gobernantes con intenciones de corromper su sistema democrático, no deberían callar, todo lo contrario, luchar por el mantenimiento del mismo, es luchar directamente por el bienestar de los ciudadanos de aquellos países que son mirados como puntos de infección de la arbitrariedad. Para dimensionar esta realidad, basta con mirar los índices que miden la calidad de la democracia y el bienestar ciudadano: la organización Freedom House clasifica a estos países en la categoría de “no libres” o “parcialmente libres”, mientras que naciones como Chile y Canadá, modelos de democracia plena, obtienen las mejores calificaciones en grado de libertad, el estado de sus economías, acceso a un buen sistema de salud y a un sistema de justicia independiente se ve mejorado.
Bolivia en el centro del dilema democrático
Bolivia se encuentra hoy en una situación crítica. El país, que una vez fue símbolo del “cambio” con la llegada de Evo Morales al poder en el 2006 a través de un proceso electoral, se convirtió rápidamente en un laboratorio político de concentración de poder y debilitamiento continuo de la institucionalidad. Al inicio, Morales representó a una alternativa política para los sectores históricamente olvidados del país. Sin embargo, su gobierno progresivamente se transformó en una administración personalista y autoritaria, donde la figura del líder se impuso sobre la institucionalidad democrática, copiando el modelo propagandístico de Venezuela con Maduro y Nicaragua con Daniel Ortega.
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No es casual que Cuba, país en constante crisis financiera, reciba una calificación de solo 12/100 en el Índice de Democracia de Freedom House, contrastando con Chile (90/100) y Canadá (98/100). Esta diferencia refleja que las restricciones a las libertades políticas no solo afectan la participación ciudadana sino que se reflejan también en indicadores clave de desarrollo humano.
Por ejemplo, el Índice de Desarrollo Humano (IDH) para Bolivia es de 0.719, considerablemente más bajo que el de Uruguay (0.809), prácticamente vecinos continentales. La esperanza de vida promedio en Bolivia ronda los 71 años, mientras que en Canadá supera los 82 años. Estas cifras no son casualidad, sino la consecuencia directa de un sistema que limita el acceso efectivo a derechos básicos como la salud pública.
Dentro de su gobierno, Evo Morales llevó adelante una transformación total de la Constitución Política del Estado, consolidando una nueva estructura normativa en el país. Esta reforma fue uno de los pilares de su proyecto político, buscando sentar las bases de una Bolivia plurinacional, pero también generando profundas divisiones sobre el uso del poder constituyente, promoviendo y sembrando polarización política dentro de las regiones del país.
En el 2016, Morales impulsó un referéndum constitucional con el objetivo de modificar la Carta Magna para permitir la reelección indefinida del presidente del estado. A través de esta consulta, preguntó a la ciudadanía si estaba de acuerdo con eliminar el límite de dos mandatos consecutivos. El resultado fue contundente: el pueblo boliviano dijo “no” a la reelección indefinida, reafirmando el deseo de limitar el poder presidencial a únicamente dos periodos.
Sin embargo, en lugar de respetar este resultado, Evo Morales optó por otra vía. Utilizó al Tribunal Constitucional para habilitarse como candidato por cuarta vez, argumentando que la reelección era un “derecho humano”. Para ello, se valió de cartas de organismos internacionales y premisas jurídicas manipuladas, vulnerando el derecho político de más de 11 millones de bolivianos que habían establecido la cantidad de reelecciones presidenciales y la propia constitución promovida y creada mayoritariamente por su partido. Este episodio marcó uno de los puntos más oscuros de la historia democrática reciente de Bolivia, ya que se desconoció la voluntad popular en nombre de una interpretación forzada del derecho internacional para favorecer a un caudillo que se convirtió en dictador.
En el 2019, tras unas elecciones plagadas de denuncias, la OEA realizó una auditoría a las mismas que concluyó que había indicios claros de fraude electoral. Este informe precipitó una serie de movilizaciones y finalmente, Evo Morales renuncia la presidencia y se exilia en México. A su renuncia se sumaron las del vicepresidente y varios altos cargos de la Asamblea Legislativa Plurinacional. Conforme a la sucesión constitucional, asumió la presidencia la senadora Jeanine Añez. Es importante señalar que en ningún momento se rompió la línea de sucesión establecida por la Constitución.
El gobierno transitorio de Añez, enfrentó enormes dificultades. El Movimiento al Socialismo (MAS), partido de Morales, aún mantenía la mayoría parlamentaria, entorpeciendo cualquier intento de gobernabilidad. Durante el año de gobierno de transición, se convocaron nuevas elecciones. El resultado dio la victoria a Luis Arce, ex ministro de economía de Morales, en un proceso electoral sobre el que aún hoy persisten dudas.
A pesar de haberse comprobado el fraude en el 2019, ninguna persona natural o jurídica ha sido procesada ni detenida por este crimen. En cambio, quienes lideraron la revolución ciudadana del 2019 hoy enfrentan procesos judiciales, muchos de ellos detenidos o perseguidos. Esta situación ilustra el nuevo rostro de la autocracia moderna: sofisticada, legalista en apariencia, pero profundamente represiva.
A diferencia de regímenes como los de Ortega en Nicaragua o Díaz-Canel en Cuba, donde la represión es abierta y violenta, Bolivia ha optado por una estrategia más sutil pero igualmente peligrosa: el uso del aparato judicial como arma política, lo que se conoce como “lawfare”. Esta modalidad de persecución política permite al régimen mantener una fachada democrática mientras se desmantelan sistemáticamente los derechos de la oposición y la disidencia.
Un futuro incierto: las elecciones del 17 de agosto del 2025
Al momento de redactar este ensayo, Bolivia se encuentra a poco más de dos meses de las elecciones presidenciales programadas para el 17 de agosto del 2025. Y, sin embargo, el panorama es incierto. No hay claridad sobre los mecanismos institucionales que el Estado proporcionará a la ciudadanía para ejercer un verdadero control electoral y no se ha garantizado de manera transparente cómo se protegerá el proceso frente a posibles manipulaciones o irregularidades.
Peor aún, no está del todo definido el panorama de candidaturas. Aunque existen varias figuras en disputa, la sombra de Evo Morales vuelve a aparecer como un actor desestabilizador. Sus recientes declaraciones, movimientos políticos y su estructura de poder para-estatal generan una creciente sensación de incertidumbre en la población. Muchos ciudadanos temen que Morales busque nuevamente protagonizar la escena política, o incluso crear las condiciones para una nueva convulsión social que le permita interferir en el proceso democrático, existiendo profundas dudas sobre la realización misma de los comicios. Hay sectores que especulan con la posibilidad de que se postergue la fecha o que se generen conflictos sociales con el fin de boicotear el proceso. A esto se suma la desconfianza generalizada en las instituciones electorales. Aunque en Bolivia el voto es obligatorio por ley, lo que implica sanciones en caso de abstención, una gran parte de la población no cree en la transparencia del proceso ni en la posibilidad de que se respeten los resultados, tal como pasó el 28 de julio del 2024 en las elecciones de los venezolanos, quienes hoy, casi un año después, han sido abandonados por las democracias del continente americano a su suerte.
La infección del caudillismo
El caudillismo, forma de gobierno concentrada en un líder “carismático” con poder casi absoluto, es la base que conecta a los regímenes de Bolivia, Venezuela, Nicaragua y Cuba. En todos estos países, las instituciones han sido tomadas para que el control del Estado esté en manos de una sola persona o de un grupo político cerrado. Este modelo del ejercicio del poder erosiona la democracia desde adentro, utilizando mecanismos “legales” como reformas constitucionales, controles judiciales, fallos o sentencias emitidas por un juez no parcial, elecciones manipuladas, o peor aún, el desconocimiento total al resultado de las mismas.
Este fenómeno no es exclusivo de los países mencionados. El caudillismo es un sistema que ha empezado a extenderse hacia otras partes de América Latina, como El Salvador y Honduras. Sin importar que ideología pregone el líder de un gobierno, si éste desconoce la separación de poderes, es un autócrata que pronto conducirá su país a una crisis institucional y por ende, a una crisis económica.
Al igual que Evo Morales en Bolivia, en Venezuela, Hugo Chávez fue electo democráticamente, pero su llegada al poder marcó el inicio de una era de destrucción institucional. Aunque su discurso se centraba en los pobres y en la lucha contra la llamada oligarquía e intervencionismo estado unidense, el chavismo devino en un gobierno represivo y corrupto. La crisis humanitaria que hoy viven los venezolanos es consecuencia directa de su transformación en dictadura, y del enajenamiento que tuvieron los organismos internacionales y los gobiernos democráticos al ver el quiebre del estado de derecho, modus operandi que utiliza hasta hoy, de manera más analítica, el gobierno de Bolivia.
Democracia y seguridad jurídica: pilares del desarrollo económico
Uno de los aspectos menos discutidos de los regímenes autoritarios y dictaduras, es su efecto directo sobre la economía. En ausencia de un sistema judicial independiente y de reglas claras establecidas, la seguridad jurídica se vuelve inexistente, invertir en un país donde las leyes pueden cambiar por decreto, los contratos pueden ser anulados arbitrariamente y la justicia responde al poder político es simplemente inviable.
La consecuencia es la parálisis económica. Empresas extranjeras se retiran y las nacionales cierran, el empleo formal disminuye, y se genera una economía informal o ilícita. En el caso de Bolivia, la dependencia de los hidrocarburos ha revelado una fragilidad estructural enorme. Sin inversión ni diversificación, y con un entorno político incierto, la economía se encuentra estancada, mucho más al conocerse que el gobierno usa a las empresas públicas, muchas de ellas en quiebra, como medio para captar adeptos forzados a difundir propaganda pro gobierno.
Los países con sistemas democráticos sólidos y respeto a la legalidad suelen tener mejores condiciones para el desarrollo. La democracia, entendida como algo más que elecciones, es un marco en el que florece la inversión, la innovación y la equidad, cuando se permite que los autoritarios tomen el poder sin consecuencias regionales, se aminora también la posibilidad de construir un continente con prosperidad compartida.
La complicidad del silencio democrático
Uno de los aspectos más dolorosos en este contexto es la pasividad casi cómplice de los países democráticos. Mientras los regímenes autoritarios cooperan entre sí —comparten inteligencia, recursos, estrategias políticas e incluso aparato propagandístico—, las democracias no logran articular una respuesta común. Existe una alarmante indiferencia, incluso entre vecinos que comparten historia, cultura y vínculos económicos.
La Organización de Estados Americanos (OEA), aunque relevante en ciertos momentos, ha mostrado limitaciones estructurales para actuar con contundencia. Muchos gobiernos prefieren no intervenir por temor a ser acusados de injerencia o de “neocolonialismo”, cuando lo que está en juego es la libertad de millones de personas.
En el caso boliviano, la falta de actuación internacional y sanciones tangibles tras el evidente desconocimiento a los resultados del referéndum del 2016, o las comprobadas manipulaciones de las elecciones del 2019, permitieron que el Movimiento al Socialismo, partido de Evo Morales, destruyera las instituciones democráticas. Hoy, a puertas de unas nuevas elecciones que podrían no realizarse como establece la ley, en el 2025, este silencio vuelve a repetirse.
El tiempo de actuar es ahora
El continente en general se enfrenta a una disyuntiva: seguir tolerando la consolidación de autocracias bajo la apariencia de legalidad o tomar una postura firme en defensa de los principios democráticos. Para Bolivia, el año 2025 será crucial. No solo por la elección misma, sino porque se pondrá a prueba la capacidad del pueblo boliviano de exigir y defender nuevamente sus derechos frente a un sistema que ha demostrado su disposición a manipular la voluntad popular.
Si las democracias de América no comienzan a cooperar, coordinarse y defenderse mutuamente, el bloque de las autocracias seguirá expandiéndose, por ende, continuarán los puntos infecciosos de arbitrariedad, las crisis económicas generalizadas y la migración masiva de ciudadanos buscando un mejor futuro. Pero aún hay tiempo. Aún hay ciudadanía activa, organizaciones sociales, periodistas valientes, voces dispuestas a resistir, solo falta el compromiso de los gobiernos democráticos a no callar, porque al mal organizado solo se lo vence con el bien organizado.
María Alejandra Serrate Jáuregui
Por: eju.tv