El MAS no deja de sorprenderme: apareció el “indígena contemporáneo urbano”. Un espécimen singular que no necesita comunidad, ni idioma, ni historia, ni lucha. Basta con una barba bien cuidada, un poncho nuevo, un par de lecturas de Silvia Rivera, algunas citas de Fausto Reinaga y mucha, pero mucha necesidad de protagonismo.
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Este personaje ha descubierto lo que ni los españoles del siglo XVI pudieron: cómo extraer plusvalía de lo indígena sin ensuciarse las suelas ni usar armadura. Es como el Máster Muñoz del discurso decolonial. Va de foro en foro dando cátedra sobre “cosmovisión andina”, mientras pide Uber desde su iPhone, cobra en un mes lo que un indígena excluido gana —con suerte— en un año, y negocia consultorías con ONGs que conocen los apthapis por videollamada o desde el salón de algún hotel cinco estrellas.
¿Quién necesita ascendencia leco o uru cuando puede tener un nombre artístico ancestral para dar una charla paga por la cooperación internacional? ¿Quién necesita haber vivido la exclusión cuando puede sentirla simbólicamente desde Sopocachi o la zona sur?
Lo más fascinante no es su falta total de relaciones con los territorios, sino su capacidad para creérsela. El sujeto no solo se presenta como indígena, sino como una versión evolucionada de este (ser uno común no le basta). Un indígena 2.0, híbrido, fluido, “socialísticamente” consciente. No está aquí para recuperar tierras ni reivindicar derechos, sino para recuperar espacios de panel.
Va con poncho regalado, el habla forzada, mirada mística y cita: “el mestizo es una deformación histórica del alma indígena”, pero no sabría diferenciar un phasiri de un mallku, ni cómo se organiza la rotación de cargos. Es parte de una comunidad imaginada. Pura performance: una puesta en escena para el algoritmo del progresismo global.
Y sí, ya lo vimos antes. Es como ver un remake malo de una película que nadie conoce. La denuncia podría resumirse repitiendo lo que Felipe Quispe dijo sobre García Linera, pero al menos Álvaro se tomó la molestia de ir a la cárcel, leer algunos libros y aprender a citar a Gramsci. Este no. Este ni siquiera finge bien. Es puro PowerPoint, humo posmoderno y hashtags sobre espiritualidad andina.
Lo que hace es simple: usufructuar la identidad indígena como si fuera un Airbnb ideológico. Entra, se acomoda, capitaliza la postal y desaparece antes del cierre del acto. ¿Lucha? No, gracias. ¿Memoria histórica? Aburre. ¿Comunidades? Muy lejos. Lo suyo es el booking político: “reserva tu identidad ancestral por tiempo limitado”.
Y lo más triste —y peligroso— es que funciona. Porque en tiempos de corrección política, basta con decir “interculturalidad” tres veces frente al espejo para convertirte en referente. Y así, mientras las verdaderas voces indígenas siguen enfrentando despojo, racismo y silenciamiento, este sujeto se pasea como si hubiera descubierto la Wiphala en algún sitio arqueológico no conocido.
Pero ojo: no camina solo. Tiene cómplices dentro del propio movimiento indígena, especialmente ese sector domesticado y corporativizado, más interesado en fondos y cuotas que en territorio y autodeterminación. Si algo nos ha enseñado la historia de la lucha es que siempre hay un traidor.
Este “indígena contemporáneo urbano” no es un aliado: es un usurpador. Un síntoma de lo que los intelectuales llaman la colonialidad del ser, encarnada en el deseo blanco de “ser otro sin dejar de ser el mismo”.
Por eso, más que una anécdota pintoresca, este sujeto debe ser denunciado como parte de un dispositivo racista contemporáneo. No es una excepción: es la versión refinada del viejo colonialismo, la sofisticación de un racismo que ya no niega al indígena, sino que lo reemplaza. Y al hacerlo, continúa su eliminación.
No soy indígena. Fui criado por uno. Me he involucrado en círculos de reflexión, he investigado su historia y me he dejado atravesar por sus silencios. No me asumo como portavoz ni víctima, pero como el cholo que soy, sé que esa sangre indígena que corre en mí merece un poco de respeto. Porque esto no es identidad: es saqueo con disfraz.
Por Augusto Díaz Villanueva