Un pequeño insecto australiano ha demostrado ser capaz de lo que pocos humanos saben hacer: guiarse por las estrellas. Pero su historia no es solo un logro científico. Es también una lección sobre el vínculo perdido entre naturaleza y cosmos, y sobre lo que la luz artificial nos está arrebatando.
Fuente: Ideas Textuales
Junto con el comienzo del verano en el sudeste australiano, millones de polillas bogong alzan vuelo. No es un paseo ni una conducta producto del azar. Es un éxodo preciso hacia las cuevas frescas de los Alpes australianos, a más de mil kilómetros de distancia. Lo asombroso no es solo la distancia, ni siquiera la cantidad. Sino que ninguna de esas polillas ha hecho antes el viaje. Acaban de nacer.
Y, sin embargo, llegan. No a cualquier parte, sino al lugar exacto donde deben estar. Estivan durante semanas, y cuando el verano termina, regresan. Vuelven, como lo hacen los salmones al río donde nacieron, o las tortugas a su playa de origen. Solo que ellas, las bogong, no tienen experiencia previa. Lo que tienen es un mapa que no está en papel ni en recuerdos. Está en las estrellas.
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Una reciente investigación publicada en la revista Nature (2025) ha demostrado que estos pequeños lepidópteros combinan la percepción del campo magnético terrestre con la observación del cielo nocturno para orientarse. Diríamos que utilizan una brújula interna y leen el firmamento. Se guían por la Vía Láctea y, probablemente, por la nebulosa Carina. Algo que parecería privativo de navegantes.
Pero estas polillas no necesitan telescopios ni astrolabios. Lo suyo es otro tipo de conocimiento, más silencioso y ancestral. Un saber que se transmite sin palabras ni escuela, inscrito en sus cuerpos con la tinta invisible de la evolución.
Durante siglos, el cielo ha sido una cartografía del destino humano. Los pueblos polinesios cruzaban el océano siguiendo las constelaciones, así como los pueblos andinos organizaban sus cosechas observando la posición de las estrellas. Incluso las grandes migraciones humanas han tenido una relación íntima con el firmamento. La novedad es que ahora sabemos que no estábamos solos en ese vínculo. Que también un insecto, con apenas unos cientos de neuronas, puede orientarse leyendo el cielo con una fidelidad envidiable.
Los científicos descubrieron esto mediante un simulador de vuelo artificial. Cuando las estrellas eran rotadas o alteradas, las polillas se confundían. Cuando el cielo era fiel, corregían su rumbo. Algunas, incluso, persistían en su dirección correcta aun con nubes, usando el campo magnético como guía de respaldo. Pero lo más impresionante vino después. Al registrar la actividad de ciertas neuronas mientras veían el cielo artificial, se comprobó que respondían de forma específica al rumbo estelar. Una especie de bitácora viva, codificada en el sistema nervioso.
La polilla bogong se ha convertido así en el primer invertebrado conocido que usa una brújula estelar para migrar en direcciones geográficas precisas. No se trata solo de moverse. Es hacerlo hacia un objetivo preciso, noche tras noche, a través de cielos inmensos y sin error.
Este hallazgo reabre un debate fascinante sobre la inteligencia en la naturaleza. ¿Qué es “saber”? ¿Cuántas formas de orientación existen más allá de nuestro paradigma racional? Las bogong no memorizan mapas ni calculan coordenadas, pero logran lo que muchos humanos no pueden sin GPS: llegar a destino con el solo auxilio del cielo.
Y aquí aparece la paradoja. Mientras ellas afinan sus rutas nocturnas guiadas por constelaciones, nosotros apagamos las estrellas. La contaminación lumínica está borrando del cielo las referencias que millones de animales, y nosotros mismos, hemos usado desde siempre. El resplandor de las ciudades está desdibujando el planisferio natural que orienta a muchas especies.
Lo que está en juego no es solo una especie amenazada, incluida ya en la Lista Roja de la UICN. Está en juego una forma de relación con el mundo. Defender a las polillas bogong es también defender la noche como territorio legítimo. Un territorio que no nos pertenece del todo. Un lugar compartido por criaturas que no vemos, pero que dependen de la oscuridad tanto como de la Tierra.
Hay algo profundamente conmovedor en la historia de estos insectos. Su vida es breve, su cuerpo pequeño, su vuelo frágil. Y, sin embargo, logran orientarse en un mundo que a nosotros nos resulta cada vez más ilegible. Su brújula no necesita batería. Su mapa no necesita red. Y su destino, el mismo prado donde nacieron, es una lección silenciosa sobre el poder del instinto, la belleza de lo invisible y la interdependencia cósmica de la vida.
En tiempos donde todo parece digitalizable, la bogong nos recuerda que hay saberes que no se programan. Y que, quizás, mirar el cielo sea una cuestión de humildad.
Por Mauricio Jaime Goio.
Fuente: Ideas Textuales